¿Por qué es tan difícil conectar con nuestro centro interior? Ese lugar sagrado donde puedo relacionarme con Dios. En su tiempo en la tierra Jesús repitió a sus discípulos que no los dejaría huérfanos, que Dios el Padre y él mismo harían morada en ellos. Les expresó claramente su deseo: “permanezcan en mí y yo permaneceré en ustedes”, “El Padre los ama a ustedes como me ama a mí, ámense como yo los amo…”.
Conectar profundamente con nuestro centro sagrado y con nuestro prójimo, es la vida del cristiano, como la respiración, es constante, natural pero esencial, sino ocurre, morimos. Pero parece que todo se complota en contra, la velocidad de la vida, las actividades interminables, las emociones y preocupaciones en la mente y el alma que se llena de ansiosa inquietud.
También se suma la culpa por nuestra forma de ser, el carácter, las broncas y las palabras que no debieron de ser dichas. Y además de todo esto, subterránea, pero presente esa angustia, esa rotura que nos hace tan vulnerables.
Para poder conectar es necesario una disciplina y esta es una palabra con mala fama. La relacionamos con castigo o dura actividad. Hace un tiempo escuché a un escritor, Henry Nowen, definir a la disciplina en lo espiritual como el hecho de crear un espacio, un lugar vacío para que sea llenado con algo, crear una cierta vacuidad de tiempo y espacio, donde Dios puede hablarme a mí en los lugares interiores de mi ser, donde lo pueda oír, un espacio para conectarnos con nuestro corazón. ¡Pero qué rechazo le tenemos al vacío tan acostumbrados al ruido y al activismo!
Quizás es porque estamos demasiados conscientes de todo lo malo que vivimos y somos, pero cuando comienzas a oír a Dios, el mensaje es diferente. Es comenzar a conectarte con tus buenas intenciones y también con tu dolor, es escuchar en silencio que eres amado, y que hay descanso para tu alma cansada. Que estás en el lugar más sagrado porque ahí, en tu profundo ser, mora el Espíritu de Dios y desea conectarse con tu espíritu. Es poder pedir perdón de verdad sabiendo que Él te cree y eres perdonado.
No es fácil esta disciplina, pero cuando nos entregamos a ella, el fruto se hace más delicioso cada día al punto que no puedes dejar pasar este tiempo. Es un encuentro con el amor mismo, el que te envuelve y te sana. Es donde puedes gritar: “¿Por qué, por qué a mí?”, y también llorar, y es donde también descubrirás que hay un secreto escondido. En este encuentro se produce un misterio; así como una brisa apacible, un gozo, una alegría suave, lentamente crecerá dentro tuyo. Porque donde está el Espíritu de Dios ahí, hay libertad, alegría y paz.
Entonces, como sin darnos cuenta, comenzamos a percibir a nuestro prójimo, también desde otra mirada. Y nos es ahora más fácil conectar con su dolor, y entender sus limitaciones. Comprender que muchas de sus actitudes son producto de sus frustraciones y roturas como las nuestras. Porque conectar es lo opuesto a competir.
Animémonos a crear este espacio para conectar con nosotros mismos y con Dios adentro nuestro. Conectar con el otro. Conectar con el entorno que nos rodea desde otra mirada. Conectar con la vida y la alegría que sobreabunda en la creación y disfrutarla. Y esto nos impulsará aún más a conectar con Dios íntimamente, en nuestro lugar sagrado.
“Padre es maravilloso que hayas elegido morar en mi interior considerándome tu santuario. Quiero entrar en este espacio sagrado y escucharte. Ayúdame en mi debilidad porque mi espíritu está dispuesto”.