SÁBADO DE GLORIA
Hacía pocas horas algo extraordinario había sucedido. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba hacia abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron. El mundo estaba conmovido. Con su último aliento, Jesús entregó su espíritu en la cruz. Su cuerpo, inerte, fue bajado y colocado en una tumba fría. ¿Sería este el final? Luego de haber compartido tantas experiencias, de haber protagonizado tantas historias, de haber sido admirado por tanta gente. ¿Sería este el dramático desenlace de una vida que fue “arrebatada” injustamente?
Su alma, unida a su divinidad, descendió a las profundidades del Hades. Un lugar de oscuridad y tinieblas, donde las almas de los justos aguardaban la redención. El Sheol, el Inframundo, el reino de los muertos, o como cada uno lo pueda reconocer, un lugar de silencio y olvido, oscuridad y dolor, donde la esperanza se marchitaba, de pronto se vio iluminado por la gloria más extraordinaria. Jesús, victorioso incluso en la muerte, no se quedó en las tinieblas. Su luz radiante iluminó el abismo, disipando la oscuridad y quebrando las cadenas que ataban a las almas.
Su tiempo en silencio en la tierra, no fue un tiempo de silencio en la eternidad. El descendió y predicó la Buena Nueva a las almas que allí se encontraban. Anunció la victoria sobre la muerte, el perdón de los pecados y la promesa de la resurrección. Los justos del Antiguo Testamento, como Abraham, Moisés y David, se llenaron de alegría al recibir la noticia de la redención a través de su muerte.
Su descenso no fue solo un acto de liberación, sino también de conquista. Jesús, como Rey de Reyes, proclamó su dominio sobre la muerte y el infierno y ellos junto a Satanás, ese ángel rebelde destituido y devenido en enemigo de Dios y de la humanidad, fue derrotado y humillado.
El descenso de Jesús a los infiernos es un misterio de fe. Y si bien no se describe en detalle en la Biblia, dice en 1 Pedro 3:18-20: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu; en el cual también fue y predicó a los espíritus encarcelados, los que en otro tiempo desobedecieron, cuando una vez esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé”.
Es un misterio que nos llena de esperanza. Porque si Jesús venció a la muerte, nosotros también vamos a vencer. Su victoria es nuestra victoria, y su resurrección es la garantía de nuestra propia resurrección.
El descenso de nuestro Señor a los infiernos nos recuerda que el amor de Dios es más fuerte que la muerte. No hay lugar tan oscuro ni tan profundo donde su amor no pueda llegar. Incluso en las tinieblas del infierno, su luz resplandeció por amor a nosotros.
La muerte no es el final. Es solo un paso hacia la vida eterna. Jesús nos ha abierto el camino, y un día, nosotros también resucitaremos y viviremos con Él para siempre.
“Gracias, Jesús, por tu sacrificio, y por ese gran misterio al que aún nos cuesta encontrarle una explicación humana, pero gracias porque aun con nuestra mente finita podemos apreciar el infinito amor por nosotros, que propició esa travesía de Jesús por el mismísimo infierno, para garantizar nuestra salvación”.