La idea de los que perseguían a la iglesia naciente del Señor era intimidarlos, diluirlos, difuminarlos, terminar haciéndolos desaparecer. Apagar y destruir todo vestigio de cristianismo.
Hay dos significados en la lengua griega para “esparcidos”. Uno da la idea de esparcir en el sentido de hacer desaparecer algo, como esparcir las cenizas de alguien o difuminar un color hasta hacerlo perder su identidad y transformarse en otro. Tal cual tenían en la mente Saulo y sus secuaces, y quién sabe si alguno de los discípulos, ante lo apremiante de la persecución, no aceptaba ese destino también. Era una especie de “divide y reinarás” o del siempre tan temido “debut y despedida”.
Pero Dios, como siempre, tiene la última palabra: “Pero los que fueron esparcidos iban por todas partes anunciando el evangelio” (Hechos 8:4).
El segundo significado en griego (que es el que se usa en esta cita bíblica) da la idea de esparcir para plantar, sembrar semilla. Algo así como lo que sucede cuando a un incendio se le suman fuertes vientos, haciendo que las chispas que se desprenden quemen todo alrededor. Y eso es exactamente lo que ocurrió: los discípulos encarnaron y cumplieron la profecía de Hechos 1:8. Cuando fueron sacados a la fuerza de Jerusalén, su lugar de confort, comprendieron que esa no era una enramada (Mateo 17:4) donde iban a estar hasta el final de sus días. Ni cayeron en un espiral de desilusión, contradicción y desánimo. “Iban por todas partes anunciando…”; significa que, aunque no eran los apóstoles, habían comprendido el mensaje del Señor y estaban en estado de misión. No dieron lugar a la carnalidad ni a su humanismo. Eran verdaderas vasijas llenas del Espíritu del Señor. ¡Que así sea en nosotros!