Indagando en la Palabra de Dios, tomé conciencia de una advertencia y una promesa que ésta contiene, especialmente para aquellos que llevamos adelante la tarea de enseñar el texto bíblico.
La advertencia:
“Hermanos en Cristo, no debemos tratar de ser todos maestros, pues bien sabemos que Dios juzgará a los maestros más estrictamente que a los demás” (Santiago 3:1).
Esta advertencia me lleva a pensar en el hecho de no borrar con mis actos, lo que he enseñado con mis palabras. Alguien dijo: “No hay peor cosa que un buen consejo seguido de un mal ejemplo”. Cuando pienso en aquellos que me enseñaron la Palabra en la niñez y juventud, no viene necesariamente a mi mente el contenido de sus palabras, sino quiénes eran ellos como cristianos: su ejemplo, su integridad, su caminar con el Señor, etc. En definitiva, recuerdo qué conducta cristiana manifestaron a lo largo de la vida. Cuánto de coherentes fueron entre lo que decían y lo que hacían. Esto es lo que finalmente marca a fuego la vida de una persona.
La promesa:
“Pero los maestros sabios, que enseñaron a muchos a andar por el buen camino, brillarán para siempre como las estrellas del cielo” (Daniel 12:3).
Esta promesa me lleva a pensar en la posibilidad de influenciar positivamente la vida de otros al enseñar las verdades de Dios. No tenemos idea, ni siquiera nos imaginamos cuántas vidas podemos tocar con la Palabra para la edificación de los cristianos, nuestro gozo y por sobre todo para la gloria de Dios. No te olvides que tú y yo, en nuestra condición de cristianos, somos el resultado de la influencia de otros en nuestra propia vida, por gracia de Dios.
Algunos días atrás, almorzando en una cafetería con un compañero de trabajo, me encontré con un joven adulto, ya casado y con hijos, que en el comienzo de su adolescencia participó de un grupo de estudio bíblico que yo lideraba. Con mucha emoción, después de varios años de no vernos, me confesó lo que había significado haber estudiado la Biblia de manera sistemática durante aquel año. Me dijo: “Lo que aprendí aquel año, no lo olvidaré por el resto de mi vida”. Pensé entonces: ¡Tarea cumplida!
Una advertencia y una promesa: ambas nos animan a seguir adelante con una tarea que tiene viso de eternidad.
“Señor Dios, haz que seamos consecuentes con nuestros hechos luego de pronunciar alguna palabra. Que esa integridad sea lo que nos defina”.