Como hijos de Dios, sabemos que desde el momento en el que recibimos al Señor Jesús como nuestro Salvador, también recibimos su Espíritu Santo, el gran Consolador. Pero no tomamos conciencia o dimensión hasta que realmente necesitamos de ese consuelo.
Solía pensar que el consuelo era algo más o menos como dice la expresión de moda: “una lloradita y a seguir”. Y que la vida siga como si nada hubiera pasado. O mejor aún, que Dios en su amor, podía hacer desaparecer la situación de pérdida o duelo y reemplazarla por una situación feliz. Hasta incluso, pensaba que consolar a otros tenía que ver con tratar de evitar las lágrimas; de olvidar por un rato el dolor o cambiar el tema de conversación por otro más alegre.
Pero no ocurre así. Por eso Jesús también nos dice que lloremos con los que lloran. El dolor, el duelo, es un proceso que tarda. A veces más, a veces menos. Tiene sus días. Parece superado, y de repente vuelve.
Y el consuelo de Dios no consiste en no llorar. Sino que, en medio de las lágrimas, Dios se hace presente con su amor inagotable, su presencia incondicional, su cuidado, sus promesas. Y entonces, nos llena de una paz inexplicable que fortalece en nuestro interior. Y ese consuelo se siente incluso llorando y llorando con los lloran.
Entonces, en medio de ese dolor, del corazón estrujado, aparece una sonrisa que viene del alma, aunque los ojos sigan mojados. Y lo mejor es que ese consuelo de Dios es eterno y sigue hasta que Dios seque finalmente cada lágrima.
“Señor, gracias porque en tu infinita gracia nos das consuelo en medio del dolor y podemos tener fortaleza y esperanza eterna. Que también podamos ser canal de consuelo para los demás”.