“El nacimiento de Jesús ocurrió así. Su madre, María, estaba comprometida para casarse con José. Antes de que disfrutaran de su noche de bodas, José descubrió que ella estaba embarazada. (Lo que sucedió por medio del Espíritu Santo, aunque él no lo sabía). José se sintió desilusionado pero, como era un hombre noble, decidió resolver el asunto con discreción para que María no fuera deshonrada. Mientras trataba de encontrar una solución, tuvo un sueño. En este, un ángel de Dios le comunicó: José, hijo de David, no dudes en casarte. María ha concebido por el Espíritu. El Espíritu Santo de Dios la ha embarazado. Traerá un hijo al mundo y —cuando eso ocurra— le pondrás el nombre Jesús, que significa Dios salva, porque salvará a su pueblo de sus pecados. Eso daría cumplimiento a la revelación inicial del profeta: Estén atentos, una virgen quedará embarazada y dará a luz un hijo; Lo llamarán Emanuel (en hebreo, Dios está con nosotros). Entonces José se despertó. Hizo exactamente lo que el ángel de Dios le había ordenado en el sueño: se casó con María, pero no consumó el matrimonio hasta que ella tuvo el bebé, y llamó al niño Jesús” (Mateo 1: 18-25).
Medité un poco en esto aprovechando las bondades de la novedosa versión de la Biblia El Mensaje. En ella, nos cuenta una historia que ya sabemos de memoria y que, en estas fechas, se torna reiterativa. Esto no deja de ser peligroso, dado que podemos caer en el descuido de alivianar la real trascendencia que tiene este acontecimiento.
Está claro que el centro de la escena la ocupa ese niño en pañales, cuya misión era salvar al mundo. Alrededor suyo, toda la escena contribuía para que la épica comenzara a tener sus primeras pinceladas. Una jovencísima María, portadora principal de aquél retoño en su vientre, en épocas donde no había obstetras, ni quirófanos. En su lugar, un establo oloriento y un José que ofició de partero de urgencias. Más incómodo no podría haber sido el nacimiento de Jesús. Los pastores y luego los sabios de Oriente le dieron color a la historia y casi que dieron origen a la tradición de los regalos navideños. El oro, el incienso y la mirra, habrán sido los autitos de juguete, los sonajeros o el óleo calcáreo que bien podría ser hoy, presentes de baby shower.
Pero quiero detenerme en la figura de José, un personaje de reparto de breve aparición en los Evangelios, pero no por eso, su paso por el relato bíblico deja de ser relevante. Esta versión de El Mensaje lo describe a José como “un hombre noble”, por no entregar a su novia, María, al enterarse que estaba embarazada. Hasta ese momento, José no había tenido la revelación de que aquella concepción había sido obra del Espíritu Santo, por lo que la lógica le indicaba que María lo había engañado con otro hombre. María tenía todas las de perder, sin embargo, la nobleza de José hizo que él la jugara callado y elaborara un plan que no expusiese a su futura ex esposa.
Por definición, la palabra “noble” está invadida de connotaciones positivas, como honrado, honesto, leal, bondadoso, generoso, etc. Todo eso era José, una persona que tenía todo el derecho del mundo de repudiar a María, pero sin embargo, optó por hacer lugar a aquellas cualidades que tan bien lo define esta versión de El Mensaje, que nos regala la posibilidad de darle una vuelta más al relato bíblico y comprenderlo de una manera más coloquial. Sólo así podríamos entender la acción de José, el hombre que tuvo en sus manos la decisión de hacer peligrar el curso de la historia redentora de Cristo. Claro está que el plan de Dios no se iba a alterar, sea cual fuere la decisión de José, pero lo cierto es que cuanto de él dependió, hizo lo bueno, lo honrado, lo leal, lo altruista.
José es un ejemplo digno de imitar. Pero nuestra tradición evangélica, pareciera haberlo olvidado y puesto en un segundo plano de manera tan injusta. Por eso, creo que le debemos algo, que estamos en deuda con José. Hoy, mi intención es devolverle, aunque más no sea a través de esta lectura, cierto protagonismo, pero con el único interés de que en tiempos tan turbulentos como los que vivimos, sepamos hacer lo bueno, lo leal, lo generoso, aun cuando las condiciones estén dadas para que nos miremos a nosotros mismos sin importar el interés común.
“Señor, gracias por el ejemplo de José. Gracias porque fue un hombre que se la jugó cuando lo aconsejable hubiese sido quitarse de encima la responsabilidad. Gracias porque no pensó de manera egoísta, sino que dejó un ejemplo digno de imitar. Haz que algunas de sus cualidades sean las que me representen en un mundo tan ensimismado”.