El día de hoy, en la Argentina, se votará nuevo presidente. Mediante el sistema de ballotage, o segunda vuelta, el pueblo argentino tendrá la responsabilidad de depositar en el poder a la persona que dirigirá los destinos de la Nación durante los próximos cuatro años.
Esta breve reflexión, a modo de devocional para este día, no es exclusivo para la Argentina. Casi todos los países de América Latina tienen la dicha de elegir, periódicamente, a quien los represente en el gobierno. El ejercicio democrático es sano para la Nación ya que, desde el punto de vista humano, la democracia es el sistema de gobierno considerado más justo: alternancia en el poder, posibilidad de elegir autoridades, independencia de poderes -ejecutivo, legislativo y judicial-, libertades que no se dan en otros regímenes, etc, son algunas de las bondades de este sistema.
Nosotros, como cristianos, tenemos también la responsabilidad cívica de ejercer el derecho a votar, como cualquier otro ciudadano. Pero nuestra carga no finaliza cuando salimos del cuarto oscuro y emitimos nuestro sufragio. Se podría decir que recién empieza.
En la Biblia se nos enseña bastante acerca de nuestro protagonismo en esta materia, y no estoy refiriéndome a la participación política de los cristianos -ese sería otro lindo tema a desarrollar, pero no es a lo que deseo hacer referencia en este espacio hoy-. ¿Debo desentenderme, como cristiano, de las cosas que suceden en mi país? Escuché, no pocas veces, que bajo la “excusa bíblica” de que “somos ciudadanos del cielo” o que “nuestro Reino no es de este mundo”, nuestro rol como actores sociales debería finalizar luego de votar. ¿Es esto así?
Comparto sólo un breve concepto bíblico que nos permitirá ver más allá de este postulado, y nos motivará a hacer algo más por nuestra nación. Orar, por supuesto, como medida primordial, especialmente cuando nuestro rol no se desenvuelve en el ámbito de las decisiones políticas. La oración es una herramienta provista por Dios y recomendada varias veces en torno a nuestra relación con las autoridades. 1 Timoteo 2:1-3 es un clásico párrafo en el que se apoya esta premisa, la de orar por las autoridades. No especifica si ese gobierno es bueno, es malo, si lo voté o no lo voté. Y esa oración, además de direccionarla para el lado del bienestar del pueblo, tiene que ser en función de uno mismo como hijo de Dios, “para vivir quieta y reposadamente”. Da la impresión de que orar por las autoridades tiene más que ver con uno mismo que con los gobiernos de turno, y que el deseo redentor de Cristo es el eje de esa solicitud más que el favor hacia un gobierno determinado. Debemos orar sencillamente “…porque esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad”. No hay mucho que analizar y muchos menos, que argumentar como para buscar frases entrelíneas para amoldar este texto a nuestro gusto.
Por eso, en tiempos de tanta grieta, donde la discusión política se ha colado en la iglesia de América Latina, se hace imprescindible que pongamos el pie en el freno, que bajemos un cambio, y que consideremos la verdadera razón por la que estamos aquí. No es militar por un partido político, no es convencer a otros para que voten al que uno vota… no es orar por el gobierno que voté, solamente. Tampoco es callarse cuando la corrupción está a la orden del día. Muchas veces, esa oración por los gobiernos tendrá que ver con que Dios erradique la corrupción que terminará llevando miseria al pueblo. Como vemos, es amplio el panorama de oración basado en este texto que, hoy más que nunca, debemos arraigar a nuestra práctica diaria de intercesión.
“Señor, te ruego por mi país. Y no me quiero limitar a una mera oración copiada, sino a que con sincero corazón pedirte que traigas prosperidad a mi país, que des sabiduría a los gobernantes de turno para que sean justos, para que sus decisiones se basen en el deseo de paz y bienestar para mi Nación. Que quites toda corrupción y todo aquello que trae tinieblas”.