Lejos quedaron esos tiempos donde llegaba una carta a casa y recibíamos los saludos de aquel ser querido. Muchos, hoy día, no experimentaron esta emoción.
Que alguien nos recuerde es muy lindo; que alguien recuerde nuestro nombre es hermoso; pero que no sólo nos recuerde sino que se acuerde como nos llamamos y resalte algún detalle de nuestra personalidad, es que realmente le interesamos ¡y eso alegra el alma!
En un mundo despersonalizado donde somos sólo un legajo, un número o parte de una estadística, que alguien recuerde ciertos rasgos, marcan la diferencia.
El apóstol Pablo en sus cartas a las iglesias se tomaba un momento para nombrar a aquellos que fueron significativos para él. No sabemos mucho de ellos más de lo que Pablo nos dice, pero sí sabemos que eran tan importantes para él como para dedicarles un espacio en sus cartas.
Tomemos tiempo para recordar, saludar y honrar a aquellos “invisibles” de nuestra vida; a aquellos Epenetos, Andrónicos, Junias y Pérsidas que no son famosos ni son el centro de atención pero que han estado cerca nuestro en los momentos difíciles.
“Señor, enséñanos a valorar a aquellas personas que han sido determinantes en nuestras vidas, y aun aquellas que aunque más no sea, aportaron su grano de arena para que seamos mejores personas y mejores cristianos”.