En septiembre, los cristianos hispanohablantes celebramos el mes de la Biblia por dos hechos significativos: El 26 de septiembre de 1569 en Basilea, Suiza, apareció impresa la primera traducción completa de la Biblia al español traducida de sus lenguajes originales: hebreo, arameo y griego, llamada también “Biblia del oso” por la ilustración de su tapa. Esta traducción realizada por Casiodoro de Reina, fue luego revisada por Cipriano de Valera en 1602 y es la más vendida y aceptada por las Iglesias evangélicas y protestantes (de ahí que es conocida como “Reina-Valera”).
Por otro lado, la Iglesia Católica Romana conmemora el 30 de septiembre a San Jerónimo, el traductor de la Vulgata Latina, que fue durante siglos el texto bíblico oficial de la Iglesia Católica.
A través de los siglos se han sumado revisiones de estas y nuevas versiones traducidas del original. Surge el interrogante de por qué no nos quedamos con el trabajo anterior. ¿Cuál es la necesidad de estar continuamente realizando revisiones? Estas traen un cierto temor a la pérdida de palabras y significados o a agregar términos o conceptos incorrectos. Hay una cierta resistencia a aceptar nuevas versiones como inspiradas.
Sin embargo, las palabras no llegan a nuestro idioma completamente formadas, ni en su estado final. El significado de las palabras evoluciona con el paso del tiempo y cambia nuestra percepción del término. El lenguaje crece y se adapta continuamente, evolucionando a medida que creamos palabras mejores que reflejen nuestra sociedad o cultura. Está vivo porque es usado, sino sería un idioma muerto, que no admite modificaciones, como es el caso del latín, porque ya nadie lo usa.
Las palabras se inventan cuando el idioma empieza a parecer aburrido, cansado y que no refleja lo que a la sociedad le ocurre. Ante esa situación, la gente joven da un paso adelante y empieza a crear palabras nuevas para inyectarle sazón a la interacción social.
En este nuevo siglo, esos cambios son aún más rápidos que en siglos o en décadas pasadas gracias a la influencia de la tecnología y la Internet, y los distintos idiomas tienden a globalizarse.
Saussure, el padre de la lingüística, describe el lenguaje como un sistema formado por signos. El signo está formado por significantes (patrones de sonido, que pueden ser representados como palabras) y significados (o los conceptos mentales o cosas materiales a los que los significantes hacen referencia).
El significado depende del contexto. La competencia cultural determina los tipos de significados disponibles de las diferentes personas y grupos de la cultura.
¿Por qué revisar asiduamente las distintas traducciones del original? Porque se corre el riesgo de que esas palabras o patrones de sonido se correspondan a otros significados o conceptos mentales distintos a los que se quisieron transmitir originalmente en las Escrituras o se lean arcaísmos alejados de la comprensión de los lectores.
Por eso, según Sociedades Bíblicas: “Quien traduce la Biblia debe conocer, además, el contexto histórico y cultural del mundo bíblico y del idioma receptor. Porque la traducción bíblica no consiste solamente en verter palabras de un idioma a otro, sino en traducir cultura, cosmovisión, estructuras sociales y económicas. Por ello, el equipo de traductores debe de estar compuesto por personas de diferentes disciplinas: antropólogos, biblistas, lingüistas. La traducción de la Biblia en tiempos modernos rara vez es realizada por un solo individuo. En realidad, sólo la participación de un equipo interdisciplinario e interconfesional permite asegurar un éxito aceptable en la fidelidad y la calidad de la traducción. Todo usuario de la Biblia debe estar convencido de que no existe una traducción objetiva de la Biblia; cada una de las versiones que se encuentran en el mercado son el resultado de decisiones exegéticas, hermenéuticas y lingüísticas”.
Recuerdo, hace unas décadas, en un curso de una renombrada institución se nos instaba a que los niños memoricen las escrituras en la versión Reina Valera 1960, sin cambiar siquiera el “vosotros”, no utilizado en nuestras latitudes, por el “ustedes”. La docente aducía el texto de Apocalipsis 22:19: “Y si alguno quitare de las palabras de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida”. Obviamente, realizaba una mala interpretación, pero no es la única.
En nuestro país algunos suelen decir con humor de que “la verdadera palabra” es la Reina Valera 1960 y otros lo dicen muy en serio. ¿Es esto así realmente, considerando los cambios lingüísticos ocurridos a lo largo de estos más de sesenta años? ¿Hay una única versión? ¿Cuál es la mejor versión o más cercana al original?
Creo que, en pleno Siglo XXI, teniendo a nuestra disposición a través de Internet el texto en todas las versiones realizadas y, además, en el idioma original con el que fueron escritos, hemos ganado mucha interpretación. Y si no fuera así, ya que existen enseñanzas que son “difíciles de entender” porque parecen no coincidir con lo que ya conocemos de la Biblia, o reflejan una situación histórica muy diferente a la nuestra, que dificultan su comprensión, pueden ser clarificadas si añadimos alguna información relacionada con su contexto histórico, costumbres de la época o el significado de las palabras.
Considero que no hay una versión que sea la ganadora, sino que el conjunto de todas ellas es el que enriquece nuestro entendimiento, que hay que perder el temor de utilizar nuevas versiones porque podríamos estar predicando en un lenguaje muy alejado al que maneja el pueblo al que le estamos hablando. El Pentecostés nos enseña que el Espíritu Santo es el principal interesado en que las “Buenas Noticias” sean contadas en un idioma entendible para los oyentes.
Por ello, coincido con el consejo dado por Sociedades Bíblicas: “Cada usuario de la Biblia deberá tener el conocimiento básico para reconocer si tal o cual versión de la Biblia lo acerca, más o menos, al mensaje fiel de la Palabra divina. Si el lector es un pastor experimentado, y ha tomado algunos cursos de exégesis, de hebreo y de griego, no tendrá dificultad en trabajar con versiones de diferente tipo de traducción y hasta con los idiomas originales. Pero si el lector es nuevo en la fe o si es un niño o está aprendiendo a leer, la mejor versión será aquella que lo exponga de inmediato al sentido del texto, sin mayores obstáculos”.
Ruego que nuestras tradiciones y nuestros miedos a equivocarnos no nos alejen de los receptores del mensaje y que podamos ser sensibles a los diferentes contextos a los que predicamos como lo hicieron en 1569, en Basilea, esos hombres.