Muchos de nosotros pasamos por momentos difíciles en la vida. Recuerdo cuando hace 19 años, el 27 de septiembre de 2004, cuando regresaba con mi esposa de un supermercado, después de entrar el auto en la casa, dos jóvenes no me permitieron cerrar al portón y sin decir nada me tiraron un primer tiro con una bala que pegó en el picaporte de la puerta que yo estaba cerrando y luego un segundo tiro me hirió en el lugar donde se encuentra el riñón derecho. Inmediatamente la provisión de Dios se hizo notar por el llamado de un vecino, a quien recuerdo muy agradecido, que llamó inmediatamente a la ambulancia y a la policía. Internado inmediatamente en terapia intensiva en un hospital cercano, se pudo frenar la hemorragia y quedar en tratamiento por la pérdida del riñón y 70 cm de intestino.
El pueblo de Dios no se hizo esperar. Muchos hermanos en la fe se acercaron al hospital para acompañar a mi esposa y hacer oraciones a mi favor. Para hacer la historia más corta, luego fui llevado a otro hospital de mayor complejidad donde estuve internado por dos meses por haber recibido el virus hospitalario y la necesidad de un tratamiento especial por la gravedad del caso. Mientras atravesaba por ese desierto, no faltaban las muchas oraciones del pueblo de Dios, el cuidado médico, la atención familiar y la de muchos hermanos en la fe que se turnaron para estar a mi lado para asistirme en cualquier necesidad. Fue un tiempo difícil pero superado con las secuelas que dejó el caso. Hoy, muy agradecido a todos los que nos acompañaron por el desierto que tuvimos que atravesar, después de transitar por varios lugares en la actividad ministerial, seguimos en carrera hasta que Dios lo determine en su perfecta, buena y agradable voluntad.
Cuando atravesamos un desierto –una crisis nacional, eclesial, familiar, o personal– solemos pensar que todo se trata de un ataque del enemigo, algo que no debería suceder y que no deberíamos aceptar. Sin embargo, el peregrinaje de Israel después de su liberación de Egipto nos recuerda que los desiertos no son sólo cuestiones del destino, temporadas de “mala suerte”, o artimañas diabólicas. Ellos pueden ser lugares de transformación usados por Dios para nuestro bien.
Esa experiencia me sirvió para valorar mucho más la relación personal con Dios y la importancia de pertenecer a la hermosa y gran familia de Dios.
El propósito de Dios en el desierto
En el libro del Éxodo podemos ver cómo el pueblo de Israel había sido liberado de Egipto con la esperanza de la tierra prometida, un lugar donde vivirían en abundancia y paz. Pero luego de cruzar milagrosamente el Mar Rojo y presenciar la destrucción del ejército egipcio, lo que Israel vio en el horizonte no fue la tierra prometida, ¡sino un desierto!
Aquella nación que marchaba con esperanza ahora caminaba con hambre, fatiga, y frustración al no ver señal de la tierra que fluía leche y miel (Éxodo 16:2-3).
¿Se había equivocado Dios? ¿Acaso su plan era sacarlos de Egipto para luego matarlos en el desierto? ¡No! El desierto no fue un accidente, ni un descuido de Dios para con Israel. Cuando Moisés recordó el Éxodo mientras instruía a las nuevas generaciones, él les dijo: “Y te acordarás de todo el camino por donde el Señor tu Dios te ha traído por el desierto durante estos cuarenta años, para humillarte, probándote, a fin de saber lo que había en tu corazón…” (Deuteronomio 8:2).
El desierto y la ausencia de recursos traerían a la luz lo que había en el corazón de Israel y cuál era su nivel de compromiso con Dios (Ezequiel 20:5-8, 16). ¿Qué cosas quedaron de Egipto en el corazón del pueblo de Dios?
La mayor necesidad que tiene el hombre en esta vida y en medio de los desiertos es una relación íntima con Dios. Así que Dios llevó a Israel al desierto de manera intencional por un tiempo. Todo era parte de su plan. “Él te humilló (en el desierto), y te dejó tener hambre, y te alimentó con el maná que tú no conocías… para hacerte entender que el hombre no sólo vive de pan, sino que vive de todo lo que procede de la boca del Señor” (Deuteronomio 8:3).
El desierto es un lugar de transformación. No importa si tu desierto se llama desempleo, silencio, enfermedad o muerte. Al salir de allí, tú serás una persona mejor o peor. Quizá resultes convirtiéndote en alguien más maduro en el Señor y más sensible a su voz… o posiblemente alguien más amargado, cínico, y desesperanzado. ¡Pero jamás saldrás igual! Así que la pregunta clave es: ¿cómo salir victoriosos de los desiertos entendiendo la forma en que Dios puede usarlos? La respuesta está en la provisión de Dios para nosotros.
Nuestro pan en el desierto
Para Israel, la provisión de Dios fue el maná, una sustancia desconocida y extraña que aún muchos hoy quisieran entender. Israel buscaba alimento físico, pero Dios quería una relación con ellos. Por eso la provisión del maná era diaria, no semanal ni mensual. El Señor quería enseñarle a su pueblo —y a nosotros hoy— que más allá del alimento físico, la mayor necesidad que tiene el hombre en esta vida y en medio de los desiertos es una relación íntima con Él y en dependencia de Él.
El desierto es una buena oportunidad para profundizar en nuestra relación y comunión con Cristo. En el desierto, donde toda fuente de seguridad y estabilidad desaparece, se hace evidente que necesitamos al Señor.
Cuando leemos el relato del Éxodo, particularmente en la provisión del maná, vemos que Moisés le declaró al pueblo: “Por la mañana verán la gloria del Señor…” (Éxodo 16:7). ¡Al ver el maná, ellos verían la gloria de Dios!
Jesús reveló más adelante, apuntaba a Él mismo: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca volverá a tener hambre; el que cree en mí no tendrá sed jamás. Pero ustedes no han creído en mí, a pesar de que me han visto” (Juan 6:35-36).
Cuando camines por el desierto y te sientas al borde del colapso o la muerte, serás tentado a demandar señales de Dios para comprobar si existe y si no te ha olvidado. Serás tentado a murmurar contra Él y olvidar las maravillas que ha hecho en el pasado. Pero Dios nos llama a remover de nuestras vidas la murmuración y el deseo de ver más señales milagrosas, para que podamos enfocar la mirada en la persona a quien apunta el maná: Jesucristo.
Es posible que en tu mente sepas que Jesús es el Pan de Vida, pero en la vida cristiana saber las cosas correctas acerca de Dios no es suficiente. La vida cristiana se trata más bien de conocerlo de manera personal y real. El desierto es una buena oportunidad para profundizar en nuestra relación y comunión con Cristo, pues Él es la verdadera y más grande provisión de Dios para sus hijos en medio del desierto. Solamente mira a Jesús y confía en Él.
¿Estás dispuesto a hacer esto en medio del desierto?
“Señor, que los desiertos que me toquen atravesar sean un aprendizaje diario que permita aferrarme a ti y a no depender de mis propias fuerzas”.