“Vengan a desayunar”, les dijo Jesús. El Señor había muerto ya hacía 3 semanas. Los discípulos, shockeados y confundidos, además de atemorizados, pasaban mucho tiempo juntos y encerrados. Una noche Pedro, quizás un poco agotado de las circunstancias, quizás aburrido de estar encerrado, quizás agobiado por la culpa de haber negado a Jesús, anunció a todos: me voy a pescar. Y algunos le dijeron: vamos contigo.
Y cuenta Juan que salieron de allí y se subieron a una barca, pero esa noche no pescaron nada.
Despuntaba el sol, ya comenzaban a volver, agotados, con frío, hambrientos y seguramente muy frustrados. Pero alguien estaba parado en la playa vacía. Alguien solitario que desde lejos les preguntó: “Muchachos, ¿tienen algo de comer?” “No”, contestaron ellos. “¿Por qué no echan la red a la derecha de la barca? ¡Y van a pescar!”, contestó el extraño. Era común que gente desde la orilla avisara a los pescadores donde se veía el cardumen, por eso a los discípulos no les extrañó este hombre que les daba indicaciones. Y lo hicieron.
Para su gran sorpresa, de pronto parecía que todos los peces del mar se habían congregado en ese espacio, las redes se rompían. Y entonces fue Juan quien lo reconoció y gritó con todas sus fuerzas: “¡Es el Señor!” Pedro levantó su cabeza, abrió sus ojos, y saltó al agua sin pensarlo, para ir a encontrarse con Él. Tendría mucho que hablar con Jesús, tendría que llorar abrazado a él y pedir perdón, porque, aunque ya lo había visto resucitado, quizás todavía no había podido hablar en intimidad, de su triste negación.
¿Con que se encontró? ¿Con la reprimenda? ¿Con palabras irónicas? ¿Con un rostro enojado? ¿Mirada filosa? Eso hubiéramos hecho nosotros después de una traición. Pero no. Se encontró con el desayuno, después de una noche agotadora. La noche de la pesca frustrada pero también, la noche del alma, donde la condenación y las circunstancias lo habían hecho caminar por un pantano del desaliento y confusión, porque él, Pedro, no era lo que había creído ser.
Al bajar a tierra, los discípulos vieron una fogata con un pescado encima y pan. ¡Que cálido recibimiento después de una noche así! “Jesús les dijo: ‘Tráiganme algunos de los pescados que acaban de sacar’. Y Pedro corrió a buscar a la barca y arrastró a la playa la red. Jesús les dijo: Vengan a desayunar”. Ahora tiene lugar esa esperada charla intima entre Jesús y Pedro. Estaban los demás también en la ronda alrededor del fuego, pero esto era sólo entre ellos dos. “Y terminado el desayuno, Jesús le preguntó a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”
Dios sabe todas las cosas. ¿Para qué pregunta? Cuando Dios nos pregunta algo es para que nosotros nos podamos ver y conocer. Por eso esta pregunta ahora atraviesa los siglos y llega hasta ti también: Jesús te pregunta: “¿Me amas? ¿Me amas? ¿Me quieres?”
Entonces si tu respuesta es sí, hoy el Señor te dice como se lo dijo a Pedro. “Cuida de mis ovejas. Sígueme, y no mires para atrás lo que hace el otro. Tú, sígueme”.
“Jesús, quiero desayunar contigo, escucharte y también poder contarte todo lo que tengo encerrado en mi corazón. Quiero amar y cuidar a los que Tú amas, porque diste tu vida por cada uno de mis prójimos sin diferencia. Señor, quiero seguirte y no mirar atrás”.