Un grupo de hombres alzaron sus voces entonando salmos, como era la costumbre de la época, -eran los Salmos 113 al 118 conocidos como Halel- en las vísperas de las Pascuas judías. ¿Quiénes eran estos hombres? Eran Jesús y sus discípulos.
Me emociona el hecho de saber que Jesús cantó, y para realzar aún más mi admiración por Él, el contexto de ese cántico fue antes de ir a Getsemaní, momentos previos a sudar gotas de sangre, por la tristeza y el dolor agonizante, porque le esperaba la cruz. Cantar cuando nos va bien, lo hacemos la mayoría, pero en el dolor, ¿quién tiene fuerzas para entonar una canción?
Jesús lo hizo, y nos deja como ejemplo para que nosotros hagamos lo mismo. Mientras escribo estas líneas, me toca atravesar un proceso de acompañar en una dura enfermedad a uno de mis seres más queridos. Quiero llorar, quiero gemir, pidiendo auxilio y socorro, pero miro a Jesús en el Monte de Olivos cantando, y elevo también mi canción a mi Dios amado, a mi Dios amante, a mi Dios misericordioso y poderoso, Soberano que nada escapa de Su Mano, que se compadece por nosotros, porque Él también transitó valles de lágrimas.
Confiando que Él siempre se glorificará aún en tiempos de dolor. Mi reflexión, querido lector, es animarte a que te atrevas a hacer lo mismo. Adora Su Nombre hasta que veas la Victoria. Su poder no tiene límites, su amor siempre va a abrazarnos.
Para despedirme te comparto un fragmento de lo que Jesús cantó: “Este es el día que hizo el Señor, nos alegraremos y nos gozaremos en Él” (Salmo 118.24)
“Señor, que nunca dejemos de cantarte y adorarte, aun cuando la adversidad golpee a nuestra puerta”.