En este relato encontramos a Naamán, un general del ejército de Siria, un hombre de alto rango, con autoridad política y militar. Era un hombre poderoso, con jinetas como se dice en la jerga militar, estimado y respetado por el gobierno sirio, valeroso en extremo según la Biblia. ¿Qué más podría pedir un hombre como éste? Lo tenía todo, pero había algo que no le dejaba dormir en paz por las noches… era “leproso”.
Todos hemos sido equipados con virtudes y talentos, pero también todos y absolutamente cada uno de nosotros poseemos defectos y debilidades. Esas virtudes nos ayudan a progresar, tener éxito, conseguir metas y ser queridos, pero también nuestras debilidades y defectos son esa lepra que está allí, quizá nadie la ve, pero está ahí, pegada en el alma, en la mente, a veces en el corazón y es lo que nos está impidiendo que seamos completamente libres en Dios.
Éste militar va al encuentro del profeta para solicitar un milagro de sanidad. Así que reúne su gente, carga provisiones para el camino y se marcha al encuentro de su sueño. Al llegar al lugar, lo recibe un mensajero quien con unas pocas palabras y traducido a una versión más popular lo “manda a bañarse”.
“Entonces Eliseo le envió un mensajero, diciendo: Ve y lávate siete veces en el Jordán, y tu carne se te restaurará, y serás limpio” (v. 10).
El general se ofendió, dio media vuelta y se marchó enojado. El hombre de Dios no había cumplido con sus expectativas, no estaba sucediendo como lo había imaginado, y dijo: “He aquí yo decía para mí: Saldrá este luego, y estando en pie invocará el nombre de Jehová su Dios, y alzará su mano y tocará el lugar, y sanará la lepra”.
Las cosas no siempre son como las imaginamos. La mayoría de las veces pretendemos que todo suceda como deseamos, tenemos en la mente una estructura formada de ciertos aspectos en la vida y exigimos que todo salga de acuerdo a lo planeado, y si no es así, nos decepcionamos, damos un portazo y nos marchamos enojados.
Naamán creía que iba a ser recibido con honores, pero muy por el contrario, fue desprestigiado y menospreciado. Sin embargo, el poder de Dios estaba listo para obrar con poder en su vida, aunque el general estuviera indignado y tal vez hasta ofendido por la propuesta del profeta.
“¿Bañarse en el Jordán? ¿Acaso no hay ríos más limpios y dignos que el sucio Jordán? ¿Si me bañare en otras aguas acaso no será lo mismo?”
Por más que este hombre se hubiera lavado mil veces en otros ríos nunca hubiera logrado la sanidad, porque el poder no estaba en las aguas sino en la obediencia.
¿Cuántas veces Dios nos habla al corazón como le habló a Jonás diciéndole “tanto te enojas”? ¿Por tan poca cosa nos frustramos, bajamos los brazos y dejamos de luchar? ¿Si Dios te pidiera alguna gran hazaña, alguna cosa difícil de conseguir, a cambio de la plenitud de la vida y el milagro que tanto anhelas, ¿acaso no considerarías la propuesta?
La pregunta de sus séquitos le sacudió: “¿Quieres realmente ser sano de la lepra? ¡Haz lo que el profeta te ordenó!” Pero estaba en juego el orgullo, la dignidad, la reputación de un general. “¿Qué va a decir la gente? ¿Qué van a pensar mis soldados? No puedo dejar que me vean en esta humillación”.
Amigos, ¿cuántas batallas nos gana el orgullo? ¿Cuántas batallas nos gana la reputación? Dijo San Pablo que todas las cosas que antes eran ganancia, las ha estimado como pérdida y las tengo por basura, para ganar a Cristo. Es hora de echar a la basura el orgullo, la reputación, el renombre, los logros, los premios y todo lo que nos impida la obediencia a Jesucristo.
Así que, como dice la conocida frase, haciendo alusión al orgullo: “bájate del caballo”. Es exactamente lo que hizo Naamán, detuvo su marcha, dejó en la basura su orgullo y se despojó del enojo caprichoso.
Comenzó a caminar hacia el río, frente a la mirada de sus soldados. Lo imagino quitándose las botas, dejando en el suelo su chaqueta llena de condecoraciones militares, desabrochando esa camisa que cubría su cuerpo lleno de llagas, frente a los ojos de todos, mostrándose tal cuál era. En ese momento cualquiera que pasare por aquel lugar no vería a un valeroso general sino a un simple leproso lleno de llagas y heridas supurantes por todo el cuerpo. Heridas que ocultaba bajo la ropa, pero en obediencia se humilló, se mostró tal como era, un hombre vulnerable, lo que somos tú y yo; leprosos ocultando bajo las ropas las llagas y heridas que aún sangran.
Muchas de ellas no han sido sanadas; somos leprosos ocultando nuestros propios pecados, aferrados al renombre, a la fama, al éxito humano, a la reputación, al orgullo, al reconocimiento y a la vanidad. Pero por debajo de las apariencias, por debajo de esa imagen que mostramos, hay lepra, que se pega en el alma, que está enfermando corazones, y Dios nos está llamando, nos está invitando a sumergirnos en su río, una y otra vez, que nos quitemos la ropa de apariencia, la ropa que oculta lo que en verdad somos. Nos invita a que echemos a la basura todo lo que estimamos, que seamos vulnerables y reconozcamos nuestra necesidad, que nos mostremos tal y como somos.
“Señor, soy leproso; sumérgeme en tu río, una y otra vez, todas las veces que sea necesario, todos los días de mi vida hasta que quede completamente limpio”.