“Hace un rato”, Pedro tuvo una revelación del Padre que le permitió declararle a Jesús que Él era “…el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Al expresarle luego sus “buenos deseos y consejos” se chocó de frente con una reprensión memorable de Jesús.
El tema fue que lo de Pedro era una revelación parcial, había comprendido sólo una parte y fue incapaz de discernir, dimensionar y aceptar lo que vendría luego a la vida del Salvador.
Necesitamos tener revelación completa de su Palabra, que es la que produce transformación en nuestra vida. Revelar es una obra soberana y sobrenatural de Dios para descubrir algo que está cubierto u oculto, que aún no hemos entendido.
No es todo el conocimiento que podamos tener, ni lo que escuchemos de otros, aunque está bien que oigamos prédicas y asistamos a enseñanzas. La cuestión es no quedarnos sólo con eso. No podemos andar en la revelación de nadie ni vivir comiendo “comida masticada”, como dice un amigo. Dios se nos tiene que revelar a nosotros. Y esto no sucede con lecturas sin compromiso, apuradas, ni para conformar a nuestra conciencia. Necesitamos urgentemente el examen profundo (escudriñar) de la Palabra de Dios. Ir despacio, hacer anotaciones, recurrir al diccionario, hacer puente con otros versículos, bucear en nuestro interior, etc. No importa si no llegamos a leer un capítulo. Con que una parte “se nos abra” y provoque quedarnos ahí es más que suficiente.
Es la revelación de Dios la que transforma nuestra vida. No importa tampoco que no seamos pastores ni maestros ni tengamos que dar una clase bíblica. Es por nosotros mismos, por nuestra generación, por los que nos rodean. Es para permitirnos ser guiados y cambiados por la obra de su Espíritu en nosotros. Es para ser verdaderamente el Cuerpo de Cristo en medio de éste mundo. ¡Que así sea!
“Señor, que la revelación completa de tu Palabra haga que nuestra vida cambie por completo. Haz que tomemos el tiempo necesario para escudriñar esa gran carta que dejaste para nosotros y dejarnos guiar por tu consejo sabio”.