Caminando algunas veces, por no mirar carteles, me he metido en calles sin salida. ¡Y qué fea sensación! Peor, en la vida, por circunstancias accidentales, unas, y también, consecuencia de no mirar las señales, otras, me encontré encerrada en callejones de paredones gigantes, casi ya perdiendo toda esperanza.
Pablo dijo una vez (2 Corintios 1: 8) “Estábamos tan agobiados, bajo tanta presión que hasta perdimos la esperanza de salir con vida”. Pero agregó, “Dios, que resucita a los muertos, Él nos libró”. (2 corintios 1: 9 al 11).
Nosotros, los que creemos, no somos optimistas, nosotros tenemos esperanza. “Y la esperanza no avergüenza”, dijo nuestro hermano Pablo, experimentado en aflicciones. Cuando les escribió a los Efesios, les recalcó (2:1): “En otro tiempo ustedes estaban muertos en sus transgresiones y pecados, en los cuales andaban conforme a los poderes de este mundo. Se conducían según el que gobierna las tinieblas”. ¿Escucharon efesios? ¡Estaban muertos! ¿Qué puede haber más definitivo que esa condición? Nada que hacer, sin Dios, sin vida y sin esperanza.
Pero Dios… Y así continua Pablo con este “pero” que abre un horizonte nuevo. “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor por nosotros, nos dio vida con Cristo, aun cuando estábamos muertos en pecados. ¡Por gracia ustedes han sido salvados!”
Cuando Lázaro murió, Jesús apareció tarde, hacia días que estaba muerto. Las hermanas no entendían por qué se había demorado tanto, si solo estaba a escasos 10 kilómetros. Ellas lloraban desconsoladas, la esperanza de que fuera sanado como otros tantos, estaba perdida. Pero Dios… se apareció y les preguntó ¿Dónde lo pusieron? ¿Dónde pusiste al muerto? Yo soy la resurrección y la vida.
¿En qué situación estás hoy? ¿Dónde enterraste a tu muerto? ¿Dónde lo escondiste cuando te cansaste de esperar, para no tropezar más con él? Quizás te pasó como a mí. Cuando conocí a Jesús venía tan rota y sucia, pero no me importó nada, me tiré en sus brazos, me sentí amada. Sin embargo, al pasar el tiempo y cuando las fallas y los problemas se acumularon, y no podía controlar al monstruo del pecado adentro que hacía todo lo que yo no quería, mi vida espiritual y mi familia estaban derrumbándose, entonces me encontré en un callejón sin salida. “Te amo, Señor”, dije, “y quiero seguirte, pero la ley de la muerte actúa en mi vida, en mis miembros, en mis pensamientos perversos y obsesivos, las circunstancias que vivo parecen encerrarme sin salida, y se acabaron mis fuerzas, no merezco tu ayuda…”.
En ese tiempo conocí una canción “…sendas Dios hará, donde piensas que no hay…”, y entendí… ¿En qué momento comencé a creer que la vida de Cristo en mí, era por mi esfuerzo y que su amor debía merecerlo? Por eso me identifico con Pablo cuando dijo “… nos sentimos como sentenciados a muerte. Pero eso sucedió para que no confiáramos en nosotros mismos, sino en Dios, que resucita a los muertos. Él nos libró y nos librará…. En él tenemos puesta nuestra esperanza, y él seguirá librándonos”. (2 Co. 1)
“Padre, en todo callejón, en toda circunstancia, siempre habrá un camino nuevo donde ahora no lo hay, porque Tú estás, mi esperanza está puesta solo en Ti y en Tu misericordia que es eterna”.