Recuerdo de niña leer muchos cuentos de finales con frases de “felices por siempre”. Para mí era tan maravilloso entender que se podía estar en ese estado de felicidad eterna, que me emocionaba solo el hecho de leerlo.
Cuando en mi adolescencia comencé a leer la Biblia comprendí que ella estaba, en muchos casos, lejos de esta fantasía, pero más cercana a mi realidad diaria.
Es donde conocí la historia de un hombre ungido por Dios, con un corazón muy semejante, o de acuerdo al corazón de Dios, que luego de tirar su vida por la borda exclamó en llantos: “Restaura en mí la alegría de tu salvación y haz que esté dispuesto a obedecerte.”
Quedé atónita contemplando cómo el “felices por siempre” de David se había diluido entre sus manos y decisiones incorrectas. Me vi en el espejo de este rey vulnerable y deprimido. Cuando perdemos la alegría, la felicidad, todo parece en vano, todo parece morir.
Pasados los años, Dios me enseñó que podemos estar en situaciones de dolor pero que no significa que perdamos la alegría y la felicidad. Y si pareciera que se disipan, conquistarla. David nos da la solución al dilema: obedecer.
Muchas veces parecerá que nuestro “felices por siempre” se va de nosotros, mas Jesús nos ha regalado el poder conquistar ese gozo que nos sostiene, la alegría que proviene de Él, más allá de las circunstancias.
La Biblia no es un cuento mágico, sino un espejo para poder reflejarnos, corregirnos y seguir hacia adelante. Como recomienda Pablo a los Filipenses: “Estén siempre llenos de alegría en el Señor. Lo repito, ¡alégrense!”
“Señor, llénanos de alegría, restaura el gozo de tu salvación a pesar de las circunstancias, ayúdanos a obedecerte, porque entendemos que en la obediencia Tú nos bendices. Que en este día se renueve nuestra alegría y podamos conquistar la felicidad contigo. Haznos vivir en satisfacción de ser tus hijos, y que eso nos llene por completo. ¡Te amamos Jesús!”