Recientemente estuve de vacaciones con mi familia en la provincia argentina de Mendoza, más precisamente en San Rafael. El guía turístico nos contaba que en esa provincia escasea el agua, por eso en las calles hay acequias, que son como zanjas o canaletas por donde circula el agua. Cada finca posee un horario para recibir y regar por goteo sus plantaciones. Si continúan haciéndolo fuera de ese horario son multados. En las calles hay carteles que dicen que cuiden el agua. El paisaje de las montañas se ve árido con abundante vegetación de espinosas y cactus.
Pero luego, al continuar la ruta hacia el Cañón del río Atuel, el paisaje cambia de color hacia un verde intenso. ¿Por qué? Porque los árboles están en la ribera del río y se nutren de sus aguas. En ese momento comprendí lo que el salmista escribía.
Sin embargo, pensaba en cuántas veces somos el cactus de la árida montaña pensando que podemos arreglarnos solos, desarrollando espinas para poder sobrevivir sin que nadie nos toque o nos lastime, alejados de la fuente de vida o rodeándonos de otros espinosos peores que nosotros, quejándonos perpetuamente. Simplemente, sobreviviendo a los azotes del viento Zonda (así se llama el viento que sopla en esa región).
¿Cuál es el único mérito del árbol verde? Estar en la orilla recibiendo la vida del río. Es fácil que todo esté bien allí. Su hoja está verde, su fruto llega, está protegido de la braveza de los vientos de arriba. Es feliz.
No sé tú, pero yo no quiero estar en otro lugar que junto al río de la vida, nutriéndome de su palabra. Tan cerca que su corriente renueve mis hojas secas, que mis raíces se afirmen para no caer. Sin desesperar cuando algo no me salga, a su tiempo voy a dar buen fruto. Quiero ser feliz en él. El secreto no está en el árbol, sino en el río.
“Señor, quiero estar plantado junto al río de la vida. Quiero estar tan cerca de esa corriente de manera que me renueve día a día. Quiero que mis raíces se arraiguen en tu tierra y que pueda dar buen fruto”.
Ilustración: Agustina Sileo