Carl Rogers, psicólogo y mayor exponente de la psicología humanista, dice que, según la teoría humanista, el ser humano por naturaleza es una persona inconformista y que a causa de esto intentará esforzarse para conseguir todas sus metas; va a explorar nuevas posibilidades en su vida, no pensando en el pasado, sino en el presente; se va a guiar por su propio criterio. Va a mirar más allá de lo considerado “normal” y vivirá en un proceso de cambio constante, pasando así por diferentes etapas.
Hasta aquí no habría inconvenientes. Todos queremos ser mejores y desarrollarnos. Todos queremos avanzar. Es más, la vida cristiana es un avance constante, diario, cotidiano. El problema es cuando creemos que algunas cosas son “normales” pero a las que Dios las llama pecado. Recorremos un camino corriendo los límites, acercándonos cada vez más a lo que sabemos que a Él no le agrada, pero como “ya es moda” o “el evangelio tiene que aggiornarse” terminamos con nuestro pensamiento cauterizado. Hasta que tocamos fondo. Llega el momento en que miramos hacia arriba y el borde es inalcanzable.
Si leemos detenidamente la parábola del hijo pródigo, descubriremos que el padre (aunque anhelante siempre lo esperó) no corrió hacia el hijo sino hasta que lo vio volver, realmente arrepentido. Fue el hijo que tuvo que desandar sus pasos para llegar a los brazos amorosos de su padre. Necesitó un cambio de mentalidad, una transformación en su ser y esta transformación le dio fuerzas nuevas para ir hacia donde sabía que encontraría descanso.
Que nuestro crecimiento personal sea dentro de la finca del Señor y no pesemos que fuera hay una vida mejor.
“Señor, he puesto energías para pecar. Ahora, desconsolado, decido ir hacia tus brazos amorosos que se, me están esperando. Lo más hermoso es que me recibirás porque nunca dejaste de ser mi papá.”