El siglo XXI trajo a nuestro vocabulario cotidiano palabras como tolerancia y diversidad. Para conectar con nuestra cultura debemos abrirnos intelectualmente para entender al diferente y aceptarlo en nuestra comunidad; de otra manera se nos tildaría de intolerantes y discriminadores.
Esto puede ser un intento de caminar hacia una sociedad más justa, pero la verdadera justicia siempre parte de Dios, no del hombre. Entonces, de una manera bien intencionada, podemos cometer actos de injusticia por el simple hecho de no preguntarle al Creador cómo hacerlo.
La paradoja de tolerancia fue descrita por el filósofo austríaco Karl Popper en 1945. Declara que si una sociedad es ilimitadamente tolerante, su capacidad de serlo finalmente será reducida o destruida por los intolerantes. ¿Se puede ser tolerante con el intolerante? ¿Dónde está el límite?
Lo cierto es que nos aterra lo diferente. Nuestro cerebro es experto en buscar patrones, le encanta lo predecible. Y lo distinto a lo que conocemos no puede predecirse, por eso nos da tanto miedo. Por consiguiente nuestra tendencia es a hacer todo igual, estandarizado, de un mismo pensamiento y sentir. De esa manera intentamos darle forma al mundo y comprenderlo.
Dios, a la hora de pensar las comunidades, es diametralmente distinto a nosotros. No se preocupa tanto por estandarizar todo ni por hacernos a todos iguales. Pareciera ser que le encanta lo distinto. Nos describe como un cuerpo.
El hombre busca construir la torre de Babel, Dios busca un pentecostés. ¿Alguna vez pensó por qué el milagro de Hechos 2 no fue que todos los extranjeros pudieran entender el idioma de los discípulos en vez que estos hablaran en muchos idiomas?
Es el evangelio expresado en multiplicidad de culturas y formas. Incluso en algunas en las que nos puedan parecer extrañas o distantes. ¿Cómo es tu vínculo con tu hermano que piensa diferente? ¿Qué sucede con aquellos que expresan a Dios de una manera diferente a la que tú lo harías?
No estoy hablando de acciones de los hombres, sino de aquellas a las que el Espíritu Santo, a propósito, hace diferente para romper nuestra comodidad y sensación de seguridad.
Amar al hermano es mucho más que tolerarlo. Amarlo puede expresarse en dignificar su diferencia y entender que su función y desarrollo no necesariamente tiene que ser igual al mío. ¿Qué sería de nosotros si todos fuésemos evangelistas atrevidos capaces de meterse en los lugares más recónditos, pero que no pastorean? O viceversa. No dejemos que nos roben la verdadera diversidad, aquella que nace del corazón de Dios para nosotros. Pidámosle al Espíritu que nos guíe en entender al diferente, mostrémosle al mundo cómo es tolerar al otro. De una Iglesia entendida puede salir el verdadero reflejo de una sociedad más justa.
“Señor, guíame en mi relación con aquellos que no piensan como yo. Quiero ser una muestra de esa diversidad con la que nos planeaste, para construir una sociedad acorde a tu sueño”.