La palabra profeta, tanto en el griego como en el hebreo, expresa la idea de que es instrumento de Dios, hombre de Dios que no ha de anunciar su propia palabra, sino la que el espíritu de Dios le inspira. Su principal tarea consistía en denunciar el pecado y cómo consecuencia de esto, llamar al pueblo al arrepentimiento.
Quisiera invitarte a observar la vida de uno de ellos que fue poderosamente utilizado por Dios. Tres momentos definen su vida y ministerio:
1. Su llamado (Jeremías 1:1-10)
Jeremías vivió hace 2600 años. Pertenecía a una familia de sacerdotes, razón por la cual tenía una sólida formación religiosa, y ocupaba un lugar de privilegio dentro de la sociedad. A él le toca vivir una época de crisis, sumamente convulsionada, llena de cambios e inseguridades. En ese contexto, es llamado por el Señor. Entendamos que en ese momento es llamado, pero hacía mucho tiempo que el Señor estaba trabajando en su vida: “Antes de que te formase en el vientre, te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, y te di por profeta a las naciones” (Jeremías 1:5).
Esta verdad me recuerda a las palabras de Pablo: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2:10).
Una antigua canción lo expresa de esta manera: “Me emociona pensar que te hayas dedicado a planear cosas para mí”. Sin embargo, Jeremías pone dos excusas al llamado:
A. Sus capacidades: “No sé hablar”.
B. Su edad: “Soy un muchacho”.
La respuesta de Jeremías al llamado de Dios no es la excepción a la regla. Cuando Dios llamó a los hombres a los que más tarde utilizó, éstos respondieron con un “no” rotundo o en su defecto, con una serie interminable de excusas:
A. Moisés: “El pueblo que me diste es difícil”, “Soy tardo para hablar”.
B. Gedeón: “Soy pobre”, “Pertenezco a una familia insignificante”.
C. Jonás: se ahorró la excusa, tomando un barco en sentido contrario al que el Señor le había indicado.
Si observamos el texto bíblico de manera integral, nos vamos a encontrar con una cantidad interminable de excusas: Abraham era viejo, Jacob inseguro, Lea sin atractivo, José fue abusado, Sansón codependiente, Rahab una inmoral, David tuvo una amante, Jeremías estaba deprimido, Noemí era viuda, Pedro impulsivo, Marta preocupada por todo, la samaritana fracasada en varios matrimonios, Tomás tuvo dudas, Pablo una salud pobre y Timoteo era tímido.
Frente a sus excusas, el Señor le dice: “No digas soy un niño, porque a todo lo que te envíe irás tú, y dirás todo lo que te mande”.
Le dice: “No pongas excusas, no las acepto”; “No cuento con tus excusas, cuento contigo”. La Biblia nos recuerda: “Él es quien nos salvó y nos escogió para su santa obra, no porque lo merecíamos sino porque estaba en su plan”.
Tú no eres salvo por buenas obras, sino por gracia, para hacer buenas obras. En el Reino de Dios tienes un lugar, un propósito, un rol y una función a cumplir. El Apóstol Pablo nos exhorta diciendo: “Teniendo en cuenta la misericordia de Dios… ofrezcan sus vidas como sacrificio vivo, enteramente dedicados a su servicio”.
“Señor, no quiero darte más excusas. Quiero serte fiel en lo mucho o en lo poco en que tú me pongas. Quiero dar lo mejor y confiar en ti, no en mis limitaciones”.