Aquí Juan nos cuenta que Jesús vino a nuestro mundo a restaurar la relación de Dios con la humanidad. Empezó esa obra por su pueblo, pero fue rechazado, ya que no querían creer que Él era enviado por Dios.
Su deseo de restablecer nuestra relación que había sido rota en el jardín del Edén, llegó hasta nosotros. Dios nos vio caminando a ciegas, queriendo hacer algo con nuestras vidas y sin tener nosotros en claro qué queríamos. Éramos huérfanos, sin tener quién nos guíe. Padecíamos la tristeza de vivir nuestra soledad acompañada de propios y extraños, pero estaban también en la misma situación. Pero…
Su voz, su dulce voz, inconfundible, cargada de amor y misericordia ¡pronunció tu nombre!Entre tantos que deambulan ciegos, apurados y distraídos, te llamó. Te amó desde el vientre de tu madre, cuando todavía ni ella sabía que estabas allí. Su amor te rodeó, su mirada se posó en vos y dijo: tomaré tu lugar, pagaré el precio de tu vida desordenada por tu pecado, y te llevaré a casa. ¡Cuánto le debemos!
Nunca perdamos la perspectiva de que nuestras vidas son un instante, un chasquido del tiempo en este mundo, comparada con la inagotable eternidad. No le demos tanta importancia a los problemas que hoy nos quieren preocupar. Él sabe de qué tienes necesidades, cuéntaselas y deja que Él se encargue.
No dejemos pasar otro día sin recordar que nuestra vida, la de aquí y la de la eternidad, fue su entrega de amor puesta a nuestro alcance para que no caminemos solos. Ahora tenemos un Padre, un lugar en su mesa. Brazos que sanan y caricias que consuelan. Somos su familia, y nadie nos puede hacer olvidar esto. No te pierdas el hermoso hábito de darle gracias.
“Dios, no pasa un día sin maravillarme del sólo hecho que me llames hijo tuyo. No soy merecedor, pero en tu gran amor y misericordia me pusiste por encima de los ángeles que te sirven. No quiero dejar pasar un día sin darte gracias por este privilegio de ser tu hijo”.