“La justificación es tanto un acto de Dios como un estado en el cual se vive mientras uno confía en Cristo diariamente” (Moore, Frank; “El poder para ser libres”; CNP, pág. 21).
El grupo de turistas con el que había ido a San Luis partió hacia una excursión en la que decidí no participar. La mañana estaba hermosa y yo tenía mis propios planes excursionistas. Como toda buena exploradora improvisada, recordando haber estado allí en unas vacaciones anteriores y sin pensarlo demasiado comencé la marcha.
No llevaba ni el termo, ni agua, ni dinero en efectivo, ni ninguna colación porque había desayunado previamente, así que no me preocupé. Cualquier cosa contaría con mi celular para abastecerme de algo en el camino.
Algún recuerdo borroso del lugar me guió en cómo encontrar el camino. El tránsito que subía a fuerza de curva y contracurva me indicaba que tan mal no iba. Seguía caminando cuesta arriba con mucho esfuerzo y porque no decirlo con alguna falta de aire.
El paisaje era tan magnífico como empinado el camino y mis fuerzas comenzaron a escasear como mis ilusiones de encontrar el tan preciado arroyo de mis recuerdos. Ya había transcurrido mucho tiempo y no encontraba el lugar. Como último recurso y tragándome mi orgullo de exploradora novata consulté con una lugareña.
La mujer me dio indicaciones precisas de cómo llegar y administrar mis fuerzas para lograr subir por esas calles empinadas, ya que me dijo que me encontraba a pocas cuadras de mi destino.
Las indicaciones parecían sencillas, sin embargo, el hilo de agua continuaba sin aparecer. Con dudas, consulté con las únicas dos personas con las que me crucé, pero como eran turistas como yo y no tenían ni idea de la existencia de ese sitio, me dijeron que era imposible que en la subida hubiera un arroyo.
Exhausta, observé el camino que seguía muy cuesta arriba como una escalera al cielo. Según los dichos de la lugareña, sólo me faltaban escasos metros para llegar. No quería quedarme con el sinsabor de haber realizado tanto esfuerzo y ya casi llegando darme por vencida. Sin embargo, ni las piernas, ni los pulmones me seguían respondiendo y tomé la decisión de no seguir avanzando.
Y sí… fue la crónica de un final anunciado: me salí del grupo y comencé a caminar sola, no llevé provisiones, no consulté con un mapa previamente, me confié de experiencias anteriores, pedí indicaciones cuando ya era tarde y estaba perdida y encima, no las seguí porque escuché otros argumentos que me resultaron convincentes.
Comencé el retorno. En ese momento oí con claridad: “¡Que no te pase lo mismo con tu fe!”
“Señor, dame humildad para caminar el camino de la fe junto a mis hermanos, sin salirme del grupo, siguiendo siempre las indicaciones de tu Palabra. Quita mi orgullo y no permitas que me base solo en mis experiencias anteriores y en mi instinto, como única verdad. Ayúdame a pedir y seguir el consejo de los que habitan en tus promesas.
Ayúdame a pedir socorro antes de que mis fuerzas se agoten, no sea que faltando tan poco para alcanzar la meta, que habiendo ayudado a otros, no llegue, me pierda y retroceda.
¡Señor, qué no me pase lo mismo con mi Fe!”