En el Antiguo Testamento, más precisamente en Dt. 6:5, se establece que el principio o ley más importante en el Reino de Dios, es amarlo a Él con todo nuestro ser. Jesús, en Mt. 22:37 vuelve a reafirmar que este principio es invariable y necesario para que todos los que deseamos vivir bajo bendición, no descuidemos nuestra fuente de plenitud.
Cuando hacemos referencia al “pobre en espíritu” nada tiene que ver con lo económico. Está más allá de nuestra posición económica; esto tiene que ver con nuestro interior. Reconocer que nada puedo hacer sin Dios, es entender lo que Jesús trató de explicar en Juan 15:5 al hablar de nuestra conexión permanente a la Vid Verdadera.
Uno es pobre en espíritu cuando se reconoce necesitado, hambriento de Dios, amador de su presencia, insaciable de su gloria. Fue apropósito que Jesús uso la figura de un niño para explicar que si nos hacemos como ellos podremos disfrutar del Reino de los Cielos (Mt.18:3).
La vida de un niño, es imposible sin un adulto que le ayude a crecer y a desarrollarse como persona. Lo mismo pasa con un cristiano, es imposible sin la ayuda de Jesús como Señor de nuestra vida. Necesitamos sujetarnos a Él como un niño a su padre.
Es seguro afirmar que lo que más desea un niño es pasar tiempo con sus padres. Es en la presencia de ellos que se sienten seguros, protegidos, sustentados, amados, valorados. De la misma manera tú y yo necesitamos la presencia de nuestro Dios cada día y en cada momento.
Te desafío a meditar en este principio y preguntarte: ¿estás buscando a Dios, con todo tu corazón? ¿Anhelas y deseas su presencia con todo tu ser? ¿Lo amas de tal manera que estás sujeto y dependiendo de Él?
“Señor, quiero tener un tiempo de búsqueda profunda de tu presencia; quiero tener una palabra para cada día. Dios, prepara una mesa, unge mi cabeza y que mi copa rebose, como dice el precioso salmo”.