No nos gusta pensar en la muerte. Nos da miedo y nos paraliza. Ni siquiera queremos hablar del tema. Nos aterra aún mencionarla. Será porque somos seres finitos y nuestros días son limitados. Pero, es la realidad. Lo fuera de lo normal sería quedarnos indefinidamente en este plano.
El predicador lo sabía. Es por eso que escribe que es mejor ir a la casa del luto, que a un festín.
Lo segundo nos daría la sensación de que somos seres omnipotentes, majestuosos, embriagados y saciados de poder ilimitado. Sin embargo, lo primero nos hace reflexionar sobre nuestra muerte y sobre todo, en cómo deberíamos vivir la vida.
Si somos conscientes de que nuestra vida es un instante y que lo verdadero y permanente es aquello que tanto temor e incertidumbre nos causa, ¿No tendríamos en cuenta a aquel ser superior del que todos venimos y hacia el que todos vamos? ¿No viviríamos este momento furtivo con la intensidad y el respeto de una eternidad permanente? ¿No estaríamos dispuestos a morir para nacer a la vida real?
Jesús dijo: “El que cree en mí, aunque esté muerto vivirá”. ¿Cuál es la vida verdadera? ¿Nuestro transitar aquí o el dormir para despertar con él? El apóstol Pablo no sabía qué escoger: “El morir es ganancia”, llegó a decir.
Quizá el mayor acto de fe es creer que al cortarse el hilo rojo de nuestra vida, renaceremos en Él. Traspasaremos el gran abismo confiados de que nuestro redentor venció a la muerte y que, porque Él vive, nosotros también lo haremos.
“Señor: Ayúdame a entender que soy un ser finito. Ayúdame a transitar este instante de mi vida de manera que te honre con ella. Ayúdame a no temer, a confiar en vos hasta en la misma muerte, porque la venciste, yo viviré. Te amo”.