Esta historia me la refirió un guía de turismo. Se cuenta que, en Mendoza, entre lo más bello de la montaña y el lago, cerca del dique Los Reyunos, trabajaba una familia llevando turistas en su precaria embarcación a disfrutar de la inmensidad del precioso y solitario paisaje.
Cierto día llegó un extranjero quien les pidió que lo llevaran a recorrer el lugar. El hijo de la familia fue el encargado de hacerlo. Con sus medias palabras comenzaron a comunicarse como podían. El pasajero no dejaba de elogiar el sitio. El joven baqueano, amplio conocedor, no dejaba de mostrarle nuevos recovecos.
El hombre, admirado de tanta belleza y de la sapiencia del muchacho, le preguntó qué haría él si fuera el dueño de aquel lugar. Entonces, entusiasmado el humilde conductor comenzó a explayarse acerca de sus sueños.
¡Si supiera él lo que se podría hacer allí! Por mucho tiempo se había imaginado que algún día, con mucho esfuerzo, adquiriría esas tierras. Había pensado muchos proyectos, había hasta bosquejado lo que haría. Pondría un centro de entretenimiento con paseos en botes, tirolesas, parapente, restaurante y tantas otras cosas. Pero, claro, después se daba cuenta de que ese era un sueño imposible, una utopía para su economía.
El pasajero lo escuchaba con mucho detenimiento y no dejaba de mirar sus ademanes: “Allí estaría el restaurante”, señalaba. “En esta isleta llegarán a descansar”. Lo dejó hablar sin interrumpirlo, porque además del paisaje, su entusiasmo formaba parte del espectáculo del lugar.
Cuando al fin terminó de hablar, el extranjero le dijo: “Así será. Este lugar es tuyo”. Lo que el muchacho no sabía era que estaba llevando en su embarcación al propietario de esas tierras que, admirado de su relato, se las dio para que las trabaje y sean suyas.
¡Cuántas veces nos pasa que como este joven estamos llenos de proyectos que nos parecen imposibles! Remamos y remamos sabiendo que nuestra experiencia y esfuerzo no podrán ayudarnos a salir de nuestra situación.
Quizá así se sentían los discípulos en la barca cuando se desató la tempestad; todo su trabajo, toda su experiencia, no les servían para ayudarlos a salir de ese mar revuelto. No sabían, como ese muchacho, que en su barca estaban llevando al dueño del universo, al jefe del viento y creador del mar.
Quizá también a nosotros se nos olvide que tenemos en nuestras vidas llevar a Jesús, a aquel a quien podemos recurrir en busca de auxilio y provisión, a aquel a quien aún el viento y el mar le obedecen. ¿Por qué no tener fe? Él va con nosotros.
“Señor, cuántas veces estoy en mi barca, inmensa en mi rutina, remando para salir adelante. Cuántas veces estoy rodeada de dificultades y me olvidó que Tú estás en ella. Cuántas veces me olvidó que Tú eres el dueño de todo a mi alrededor, eres al que puedo recurrir. Eres el dueño también de mi vida y de mis proyectos. Te necesito. ¡Sálvame!”