Una de las características de nuestra sociedad moderna es que estamos constantemente a las corridas. Vamos corriendo de un lugar a otro, hablando por el teléfono móvil, viajando sin tener demasiada atención que nos estamos movilizando de un lugar a otro. ¡Corremos! Mi amigo Dante Gebel tiene un chiste muy cierto: “Dios está en todos lados, pero atiende en Buenos Aires”. Y esa ciudad tiene algo de esto que la gente atropella, se choca con otra persona y la miran como reclamándole que no la vio venir. Y los argentinos somos conocidos por creernos el ombligo del mundo, por vivir tan a las corridas que nos cuesta reposar y meditar en la vida que Dios nos da.
¡Por supuesto que es todo una exageración, el chiste, la historia y el argentino! Pero fuera de las risas que nos pueda causar, quiero reflexionar en el afán de la vida. ¿Qué cosas hacen que tu vida sea una constante carrera? Conozco gente que nunca tiene tiempo para un cafecito, esa invitación que parece efímera pero que encierra la oportunidad de mirar a los ojos a la otra persona, escucharla con atención y conocerla desde una arista que no la había conocido. Muchas veces, motivados por cuestiones loables, nos pasamos el día recorriendo lugares creyendo que estamos atendiendo personas, pero sólo atendemos “asuntos a resolver”, porque las personas quedan en el mismo lugar, con los mismos problemas sin resolver y nosotros ni si quiera paramos a tomar un café con ellos.
Jesús tenía ese toque especial con sus discípulos. Se tomaba el tiempo para estar con ellos. A pesar de saber en qué momento iba a morir y cuán escaso era su tiempo en la tierra. Pero Él dedicaba tiempo para sus amigos. Cuando murió Lázaro, parecía que no tenía tiempo para ir y sanar a su amigo enfermo. Dicen las Escrituras: “A pesar de eso, cuando oyó que Lázaro estaba enfermo, se quedó dos días más donde se encontraba.” (Juan 11:6). Como atendiendo otros temas, como corriendo tanto que no podría detenerse a visitar a su amigo moribundo.
Por supuesto que Jesús hizo su visita y tenía una certeza: “—Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarlo” (Juan 11:11). Pero los discípulos pensaron que ya era tarde, que Jesús hablaba del sueño natural de la muerte. Que la carrera había ganado a la virtud de Jesús como amigo. Sin embargo, después de dos días fue a verlo. El relato dice que “a su llegada, Jesús se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro” (11:17). En medio de esto se produce un encuentro entre Jesús y Marta, la hermana de Lázaro. Y un diálogo increíblemente revelador.
“—Señor —le dijo Marta a Jesús—, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora Dios te dará todo lo que le pidas.
—Tu hermano resucitará —le dijo Jesús.
—Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día final —respondió Marta.
Entonces Jesús le dijo:
—Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, aunque muera; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás. ¿Crees esto?
—Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que había de venir al mundo.
Dicho esto, Marta regresó a la casa y, llamando a su hermana María, le dijo en privado:
—El Maestro está aquí y te llama.
¡Finalmente Jesús se hizo el tiempo para estar con sus amigos! Pero, en apariencias, llegó tarde. Hasta lloró la muerte de Lázaro. Al menos eso hizo al ver la tumba. Como tomando el tiempo para hacer el duelo junto a Marta y a María, Jesús se vuelve a conmover y pide que quiten la piedra que tapaba el sepulcro donde yacía el cuerpo de su amigo.
Marta, la hermana del difunto, objetó:
—Señor, ya debe oler mal, pues lleva cuatro días allí.
—¿No te dije que si crees verás la gloria de Dios? —le contestó Jesús.
Entonces quitaron la piedra. Jesús, alzando la vista, dijo:
—Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Ya sabía yo que siempre me escuchas, pero lo dije por la gente que está aquí presente, para que crean que tú me enviaste.
Dicho esto, gritó con todas sus fuerzas:
—¡Lázaro, sal fuera!
El muerto salió, con vendas en las manos y en los pies, y el rostro cubierto con un sudario.
—Quítenle las vendas y dejen que se vaya —les dijo Jesús.
Jesús sí había tenido en cuenta a su amigo. No estaba en esa aparente carrera en la que hoy vivimos. Estaba atento a la necesidad. Pero a mí, querido lector, a mí no me pasa siempre como a Jesús. Muchas veces puedo atender a personas a mi alrededor, mi familia, mis hermanos de la iglesia, mis colaboradores en el ministerio, pero muchas otras sigo de largo. Las tantas ocupaciones reales, necesarias y dentro de las enmarcadas como buenas me absorben y dejo de visitar a quien me necesita.
Tengo un amigo pastor, a quien hace unos años lo desahuciaron. Tuvo un ACV (accidente cerebrovascular) antes de emprender un viaje evangelístico. Los médicos lo dieron por muerto, que ya no había nada que hacer. La fe, fundamentalmente de su esposa e hijos, hizo que Ricardo siga con vida y que su calidad de vida mejore día a día. Muchas veces con Patricia, mi esposa, lo visitamos. Pasamos tiempo con él y su esposa María Rosa. Tomamos mate (esta bebida típica argentina, todos lo somos) y confraternizamos. Parar para visitar a Ricardo es un tiempo que a mí me refresca, me ayuda a pensar en el bienestar de quienes necesitan del compañerismo y amor fraterno.
Frenar en medio de la carrera que corremos, casi sin tener en mente el sentido, nos ayuda a reubicar el norte de nuestro trayecto y cargar la gasolina que nos hace falta para seguir. Dedicarle una cena a mi esposa, en la intimidad de nuestro matrimonio. Escucharla, observarla, disfrutarla, me ayuda a ser un hombre que elige su carrera. Y quizás no sea la más redituable en términos de éxito o de materialismo, pero quiero ganar la carrera de haber atendido a mis hijos, mis nietos. De haber tomado tiempo con amigos. De ser el mejor esposo. De entender que todo tiene su tiempo como dice Eclesiastés 3. Y que el Señor pone eternidad en nuestro corazón cuando somos entendidos de los tiempos.
Te desafío a que revises tu vida. Reveas si estás en una loca carrera sin rumbo. Si puedes parar un rato en boxes para afinar el motor, cambiar las ruedas y fundamentalmente prestar especial atención a las personas que te rodean.
“Señor Jesús, así como Tú dedicaste tiempo a estar con tus amigos en medio de la vorágine de tu ministerio, también lo quiero hacer yo. No quiero estar a las corridas todo el tiempo, sino administrarlo de manera tal que pueda cumplir con lo que me encomendaste y también dedicar tiempo a aquellos seres queridos que ya comienzan a vernos como extraños”.