A veces se nos olvida que vivimos en
territorio enemigo. Para nosotros como cristianos, este mundo no es
nuestro hogar. El día que decidimos seguir a Jesucristo, rechazamos
los confines, la autoridad y las costumbres de este reino terrenal en
favor de la libertad, el poder y el estilo de vida del cielo. El
problema es que, aunque espiritualmente fuimos renovados y
reconectados con el Reino de Dios, físicamente no fuimos trasladados
de una realidad a otra. No estamos repentinamente ausentes en la
carne y presentes con el Señor. Hemos sido transformados de ser
nativos de la tierra a ser turistas, pero aún más, hemos cambiado
nuestra lealtad, de ser partidarios del régimen a ser militantes de
la resistencia activa. Ahora somos parte de los luchadores de Dios
por la libertad. Ya no apoyamos la estructura de poder de un gobierno
corrupto que devora a sus ciudadanos, sino que nos hemos convertido
en agentes de cambio, buscando oportunidades para desbancar al actual
déspota, aquel que 2 Corintios 4:4 llama “el dios de este siglo”,
resistiendo su propaganda y reclutando nuevos miembros para que se
unan a nuestra lucha. Buscamos liberar a los prisioneros, abrir los
ojos de los ciegos, llevar buenas noticias a los presos y sanar las
heridas de los quebrantados y oprimidos. Somos los disidentes de
Dios, y aunque nuestras actividades no son siempre secretas y
clasificadas, no somos miembros bienvenidos del “bando del mundo”.
Algunos incluso tachan nuestras actividades de subversivas y
conspiratorias, y sin duda alguna, si verdaderamente estamos haciendo
nuestra tarea como agentes de Dios en la tierra, lo son, pero también
tienen un objetivo completamente distinto. No estamos “vendiendo
algo” ni intentando conseguir que alguien compre nuestras
ideologías para poder controlarles o sacar partido de su apoyo, sino
que estamos intentando liberar a personas en Cristo: la única
libertad verdadera que existe en la tierra.
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