Tiempos complicados en la economía familiar de una familia de padres inmigrantes, allá por 1927, en el barrio de La Paternal. Uno de sus hijos cada mañana recitaba la oración por la patria y cantaba, junto con los demás chicos, una canción que quedaría grabada por siempre en su memoria: “Cuando allá se pase lista”. Y en ese patio de la escuela de Avenida Del Campo, cerquita de las vías, un hombre mayor, un día los visitó y no tuvo inconveniente en poner un par de zapatos en los pies de aquél hijo de inmigrantes.
Ese hombre, inglés de nacimiento, pero argentino por adopción, hacía tiempo que en los barrios más alejados estaba teniendo su púlpito, con una predicación práctica del mensaje bíblico. La Boca, un barrio pobre, sería el comienzo. Palermo, Urquiza, La Paternal, zonas casi rurales o periféricas en esa Buenos Aires de fines de siglo XIX y principios del XX, serían algunos de esos lugares donde trabajaría, y donde la infancia y la juventud serían su prioridad. Una modesta escuela dominical en ese barrio de genoveses a orillas del Riachuelo, sería la semilla que iniciaría todo. Un predicador metodista, luego miembro de la South American Missionary Society, de la iglesia anglicana, se estaba embarcando en una aventura que podríamos tildar de locura.
Ya anciano, y con su salud bastante quebrada, volvería a su país, y allí moriría en 1932. Allí mismo, en Soham, Inglaterra había nacido en 1864, pero su legado, su vida y obra estarían en la Argentina. Inmigrante también, conocedor de la pobreza, se había formado como ávido lector en bibliotecas. Y su fe haría el resto. Aquellos barrios marginales fueron su ámbito de desarrollo, y precisamente allí fue donde fundó iglesias, escuelas, hogares de jóvenes y niños. Había sido patrocinado por algunas instituciones como clubes, Lomas Athletic o Belgrano Athletic, personalidades de la vida política y pública también se habían sumado a ayudar. Fue capaz, por su persistencia lograr apoyos de gente tan diferente como Bartolomé Mitre, Julio Roca, Hipólito Yrigoyen Lisandro de La Torre, Carlos Thays o Telémaco Susini.
Y esta frase lo había motivado: “Pasaré por este mundo una sola vez. Si hay alguna palabra bondadosa que yo pueda pronunciar alguna noble acción que yo pueda efectuar diga yo esa palabra, haga yo esa acción ahora, pues no pasaré más por aquí…”.
El hijo de inmigrantes nunca se olvidó de ese hombre, como tampoco de aquella canción, y ya de adulto alguien le habló de Dios, y el recordó esas imágenes de su infancia y no dudó en acercarse a ese Dios del que le hablaban. Era real y cierto, alguien se lo había mostrado cuando era chico, y quería estar diciendo presente cuando esa lista fuera pasada. Ese hijo de inmigrantes era mi abuelo, y siempre me contaba esta historia. Y como habría sido esa marca dejada que una vez, paseábamos por la zona de Chacarita y mi abuelo me llevó al Cementerio Británico, y entrando me mostró un monumento austero, con el busto de un hombre. En ese pequeño pedestal había unas palabras escritas, y un nombre. “¿Sabes?”, me dijo entonces mi abuelo, “hasta hicieron una película de su vida”. Y era cierto, porque pude verla años después, vieja y en blanco y negro, donde se lo recordaba por esa imagen de su figura en un traje gastado y con un maletín, buscando sostenes y colaboraciones para sus escuelas. Pero, aquel día, luego de un silencio, con lágrimas, mi abuelo me contó esa anécdota que mencioné cuando comencé a escribir esto. Ese busto recordaba a aquel hombre mayor que le había dado unos zapatos, y que les hacía cantar esa canción. No era otro que William C. Morris.