Todos fuimos testigos de cómo este festín intentó elevarse a la altura de La Última Cena, ya que muchos lo confundieron con la famosa obra de Leonardo da Vinci, al más puro estilo LGBTQIA+, donde la llama olímpica ardió como una triunfante hoguera, y como siempre, los cristianos, por aquello de “poner la otra mejilla”, fuimos los elegidos para arder.
Sin embargo, otorgando el beneficio de la duda, lo que es innegable es que París ha enfrentado al mundo no solo en el ámbito deportivo, sino también a través del marcado carácter ideológico del evento. Thomas Jolly, el dramaturgo queer, director artístico de la ceremonia y experto en deconstruir las obras clásicas, defendió su puesta en escena alegando: “Más que nada, quería enviar un mensaje de amor, un mensaje de inclusión, y en absoluto causar división”. Pero algo falló en su dirección artística, ya que, en su intento de traer celebración, alegría e inclusión, elevando a París como símbolo de reapertura cultural, impregnó nuestra percepción de una doctrina “woke partidista” que no funcionó como esperaba.
Como cristianos, al observar lo que ha sucedido en París, tenemos el derecho moral a sentirnos ofendidos y humillados. Pero ¿realmente debería sorprendernos? ¿No nos advirtió ya nuestro Maestro sobre esto?
Y de repente, todos nos “despertamos”: izquierdistas y derechistas, conservadores y progresistas, cristianos, ateos, y practicantes de otras religiones, incluidos musulmanes… todos alardeando de ser “Citius, Altius, Fortius” (más rápido, más alto y más fuerte), lema de las Olimpiadas, pero olvidando el nuevo añadido de “Communiter” (juntos), en la defensa de nuestros respectivos valores. Sin darnos cuenta, caímos en lo que Hannah Arendt, la destacada filósofa y teórica política germano-estadounidense, advirtió: “El problema de las ideologías no es que sean falsas, sino que son incompletas”.
Francia, como buena madre de las ideologías, ha vuelto a ser el espejo de nuestro mundo: un mundo caído y desorientado que clama por auxilio con la voz entrecortada de doctrinas cambiantes. Ideologías que, como enseñó Zygmunt Bauman, ya no son sólidas; se entremezclan, se disuelven y se transforman, reflejando la naturaleza volátil de la sociedad contemporánea.
Y nuestra sociedad tiene miedo, un miedo profundo al ver cómo las certezas tradicionales se desmoronan, cómo nuestros valores, creencias y fe son golpeados por ideas minoritarias, vacías de argumentos y radicalizadas. En el fondo, todos tenemos miedo de nosotros mismos, miedo del otro, miedo del futuro, pero, sobre todo, un miedo abrumador a la irrelevancia.
Como Iglesia resistente, valiente y confesante, estamos llamados a ser un reflejo de Aquel que salva, no respondiendo desde la herida con más dolor, sino sanando las que aún quedan.
Como cristianos, al observar lo que ha sucedido en París, tenemos el derecho moral a sentirnos ofendidos y humillados. Pero ¿realmente debería sorprendernos? ¿No nos advirtió ya nuestro Maestro sobre esto? Jesús mismo dijo en Juan 15:18: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros”. Además, ¿debe una ofensa ser redimida con otra ofensa o debe ser defendida desde otro marco ajeno a la dialéctica ideológica? El teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer nos enseñó que “Ser cristiano no es tanto una cuestión de doctrina, sino de seguir a Cristo en todos los aspectos de la vida”. O el propio Karl Barth, influyente teólogo suizo del siglo XX, dijo que “El cristiano no debe ser prisionero de ninguna ideología; su libertad viene de la Palabra de Dios”.
Los Juegos Olímpicos de este año pasarán, y el trasiego del mundo seguirá montando nuevas escenas, pero el mal sabor de la ideología incompleta perdura. Como Iglesia resistente, valiente y confesante, estamos llamados a ser un reflejo de Aquel que salva, no respondiendo desde la herida con más dolor, sino sanando las que aún quedan. Iluminemos, enseñemos y amemos, desde el original sentido del “Citius, Altius, Fortius” de H. Didon ¿por qué no?, y siempre desde la certeza de la verdadera inclusión en Cristo, quien siempre está dispuesto a compartir con nosotros una buena cena (Apocalipsis 3:20): “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”.