Cuando el escritor de Hebreos habla de la fe, en el capítulo 11, nombra a todos los que por la fe lograron hazañas maravillosas, pero también nombra la fe de los que fueron aserrados, perseguidos, sin hogar, sufriendo privaciones, y termina diciendo que este mundo no es digno de la fe de ellos.
Cuando a los amigos de Daniel los estaban por meter al horno declararon al rey: “Nuestro Dios, a quien servimos, puede librarnos de ese ardiente horno de fuego, y también puede librarnos del poder de Su Majestad. Pero aun si no lo hiciera, sepa Su Majestad que no serviremos a sus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que ha mandado erigir”.
Tengo en el patio de mi casa un árbol muy grande, frondoso, lleno de hojas, frutos, semillas. En verano su sola vista trae refresco y descanso. Pero en invierno pierde las hojas y queda el gigante esqueleto rugoso como un monumento a la aridez. Una de esas tardes de frío el Señor me llevó a observar sus ramas. Estaban secas, como muertas. Sin embargo, yo sabía que apenas comenzaran los primeros calores de primavera iba a ocurrir un milagro. De esas ramas brotarían hojas tiernas y verdes. Sentí en mi espíritu: ¡parecen secas, pero tienen vida!
Yo creo que la fe se manifiesta de dos maneras: Una fe maravillosa y a la que a todos nos gusta presenciar, experimentar, la fe de los milagros. Cuando escuchamos de alguien que tiene este extraordinario don corremos a regocijarnos y a estirar la mano para que, aunque sea unas gotas nos toquen, y sí que es emocionante ver cómo gente esclava por años de enfermedades, es sanada, el paralítico camina y a otros que estaban sin esperanza danzan de alegría porque no sienten más su enfermedad. Yo con mis ojos he visto estas maravillas.
Pero poco se oye hablar de la otra fe. Esa que palpita día a día en la vida y nos mantiene vivos. Glorificamos a Dios con el testimonio de aquél que fue sanado, pero ¡qué sabemos de los otros que no lo fueron, pero murieron con el nombre de Jesús en sus labios! La fe a la que me refiero es la de ese hermano que, en la mañana fría, no le arranca el auto y después de orar un par de veces sin resultado, entra a su casa, toma la tarjeta y se va a la reunión en micro. O la del otro que deja la comodidad de su casa y sale para la reunión de oración sabiendo que van a ser solo dos, porque muchos dejaron de asistir hace tiempo largo. La fe del que aun sabiendo que pierde, dice tímidamente la verdad y también la de aquel que fue débil y mintió, pero después llora arrepentido y sabe con certeza que el Señor le perdona. La fe de esos que, aunque vean todo seco siguen creyendo en el único que es de verdad fiel. Esta es la fe de Abraham que a pesar de estar muerto por su edad creía que Dios podía hacerle brotar descendencia. Es la misma fe que levanta al hombre que se sabe muerto por el pecado, y que cae en el mismo pozo muchas veces pero que sigue creyendo que Dios es todo poderoso para cambiarlo y librarlo un día, de sus ataduras porque lo ama. La fe del que una y otra, y otra vez acude a la sangre de Cristo para ser limpiado caminando en la luz, aunque en vez de victorias cuente miserias porque desea terminar con el dominio del pecado.
Con esta fe las tinieblas son avergonzadas. También permíteme que te nombre aquí a ti, que te pusiste a leer esto, porque creíste que Dios podía hablarte, quizás buscando algo más, o porque hace unos minutos atrás habías decidido que no podías seguir. Te movió tu fe.
Desde afuera estos hermanos se parecen al árbol en invierno. Quizás no son muy atractivos y parecen no andar en victoria, pero tienen vida. Aquí cobran valor las palabras de Jesús en Apocalipsis 3: 8: “Conozco tus obras. Mira que delante de ti he dejado abierta una puerta que nadie puede cerrar. Ya sé que tus fuerzas son pocas, pero has obedecido mi palabra y no has negado mi nombre”.
Porque la fe produce esperanza, y la esperanza me susurra incesantemente al oído que un día voy a verlo cara a cara, y rodeada de su gloria en el perfecto amor, voy a entender todas las cosas y a descansar del dolor para siempre. Y aún más, la fe y la esperanza alcanzan nuestras circunstancias de hoy para cambiar el futuro, confiando con certeza que muchas cosas que esperamos, Él nos las permitirá ver aquí, con estos ojos de carne como creyó Job.
Debemos velar con gran cuidado por nuestra fe. Cuando Jesús habló del sembrador que desparramó semillas a granel, nos reveló que podemos llegar a perder este valioso regalo de Dios. Los afanes de la vida pueden ahogarla, la dureza de un corazón como roca que decide no perdonar o no dejarse cambiar no le permitirá desarrollar raíz, y Satanás, que en la parábola es representado por los pájaros, la roba. Pero cuando esta semilla cae en buena tierra, un milagro de vida ocurre como en mi árbol. Por un tiempo nada se ve, pero de pronto… la vida brota, arremete hacia arriba, se extiende, crece, produce un árbol firme, grande, y otros vienen a cobijarse bajo su sombra, del calor abrazador de mundo.
“Señor sé que soy débil, pero te creo, ayúdame a guardar esta valiosa fe que pusiste en mi corazón”.