Grandes maestros, filósofos, pensadores, sentados en su ego esperaban que la gente se acercara a ellos. Jesús, al contrario, se acercaba a las personas, descendía, se movía entre la gente común, entre los señalados, los pisoteados, los rechazados, los sencillos.
De esto le acusaban, de andar entre gente del pueblo, prostitutas, enfermos, adictos, los que nadie quería incluir en su círculo. Jesús se mostraba como un hombre caído con un propósito. Y ahí en la superficie, en todos los aspectos, parecía un hombre derrumbado, común.
Pero ese hombre común únicamente descendía hacia esa gente para ayudarles a levantarse, caía hasta lo más bajo para dirigirlos a lo más elevado, llevándolos de la mano, cargándolos con el corazón.
Aceptaba a la gente, aunque no siempre estaba de acuerdo con lo que hacían, pero sí les decía con una autoridad testimonial lo que debían hacer y el camino por el cual ir.
Filipenses 2:4-11 lo describe perfectamente: “no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros. Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”.