Cuenta la leyenda que hubo una vez una iglesia evangélica en las afueras de Buenos Aires, en la República Argentina, cuya feligresía se jactaba de sostener la “sana doctrina”. Sus cultos se caracterizaban por no salirse un ápice del programa elaborado para la ocasión: apertura, 3 himnos, ofrenda, 2 himnos más y el sermón. La música, por supuesto, representada solo por un órgano el cual era más que suficiente para acompañar la entonación de los himnos. El solo intento de agregar algo a lo ya establecido, era razón más que suficiente para reunir a la asamblea y rogar a Dios que no se arme un revuelo a la hora de innovar.
Pasaron los años y la liturgia seguía inamovible. Hasta que llegaron los tiempos modernos, las iglesias comenzaron a aggiornarse y esta congregación no podía quedarse atrás. Sus jóvenes fueron con sus inquietudes y bastó que uno de ellos sugiriera que había que empezar a incluir otros instrumentos en la adoración, como por ejemplo, la guitarra. ¡Para qué! El liderazgo de la iglesia llamó a Asamblea, los pastores estaban escandalizados con semejante propuesta, el comité de ancianos recomendó una serie de disciplinas por semejante osadía. Las hermanas del grupo de oración parecían más piadosas, y apenas si aconsejaron orar por estos jóvenes “a punto de extraviarse” y quitarlos del servicio.
La Asamblea se dirimió cual Parlamento, ocupando valiosos días en un infructuoso debate sobre la compatibilidad de un instrumento “pagano” y la adoración a Dios. Estaban, por un lado, los más conservadores, quienes de manera inquisidora acusaban a los jóvenes revolucionarios como poco menos que el demonio, y los más flexibles, tratando de hacer entrar en razón a quienes ya parecían tener el encendedor listo para prender la hoguera.
Pasaron los días, las semanas, e incluso aquellas jornadas destinadas a la evangelización, fueron reemplazadas por interminables sesiones en las que unos disparaban que usar instrumentos eléctricos era, literalmente, del diablo, y otros, más complacientes, trataban de hallar algún argumento bíblico que los habilitara a usarlos. Así fue que, cada encuentro de los hermanos de esa congregación era un gigante espadeo bíblico en el que cada uno quería hacer prevalecer su argumento buscándole la apoyatura bíblica que los hiciera sentir ganadores del absurdo debate.
Pienso en el apóstol Pablo aconsejándole a Tito, en los albores de la iglesia, que no se enrosque en esos infinitos pleitos que no conducen a nada y que solo llevan a que la iglesia se termine preocupando más por mantener ciertas formas que por obedecer el gran mandato de ir y predicar el evangelio. Pasaron 20 siglos y aquél sabio consejo sigue tristemente vigente.
Hoy día, las redes sociales se sumaron para ser funcionales a estas guerrillas dialécticas por saber quién tiene más conocimiento bíblico y sabiduría divina a la hora de imponer sus dictámenes y decidir qué es de Dios y qué no lo es. En el mientras tanto, gente a la que se le pudiera llegar con el mensaje de salvación, mira absorta cómo las tan mentadas grietas que hay en la sociedad no son ajenas a la iglesia a la que después queremos convencer que formen parte.
Enfoquémonos en lo realmente relevante. Vayamos en dirección tal que, cada paso que demos, podamos reflejar al Cristo que va más allá de nuestras liturgias y nuestras vanas discusiones. No hagamos que nuestras iglesias se llenen de esas vaciedades que no conducen a nada, aunque parezcan cuestiones piadosas y llenas de doctrina. A la larga, no será eso lo que nos cuestione el Señor cuando estemos cara a cara con él.
“Querido Dios, perdón. Perdón por ocupar nuestras horas en vanas discusiones, en querer demostrar cosas que no somos, en buscar menoscabar al hermano e imponer nuestras ideas pretendiendo ser la pura verdad. Le verdad, Señor Jesús, eres tú, y tu Palabra lo expresa con claridad. Haz que esa sea la verdadera ‘sana doctrina’ que persigamos y que promovamos para que más y más personas se acerquen a ti”.