Recuerdo una mañana fría de pleno confinamiento del 2020 en Buenos Aires, Argentina. Me levanté en automático y fui hacia el baño y allí sentada, fui irrumpida por una voz en mí mente… “¿Y a ti qué? ¿Y a ti que Mariángeles?”
¡Me sentí abrumada! En la ontología del lenguaje se podría considerar que tuve un quiebre, algo me sacó de mi automatización para llevarme al presente. En el ámbito espiritual, el Espíritu Santo que lee y escudriña las vidas, me confrontó, confrontó mis pensamientos.
En ese momento me vi hablado y preguntándole a Dios sobre personas, “¿por qué esto? Y, pero, ¿viste aquello? Pero Dios, al final, ¿viste lo que hizo? ¡Ahhh no eso no está bien! Dios toma el control”. Y me sentí más abrumada.
Fui a la Biblia y leí en Juan 21:15 ese momento tan íntimo cuando Dios se le presenta a sus discípulos después de haber resucitado y Él tiene una charla muy simpática y amorosa con Pedro. En ella, Jesús hace una serie de preguntas, a las que Pedro contesta. Luego le cuenta sobre el futuro de Simón, le habla sobre las cosas que van a pasar. Hasta ahí todo hermoso, una charla de amigos, de íntimos; hasta que Pedro pregunta “¿y qué hay de éste?” (éste era Juan, el discípulo amado), a lo que Jesús responde: “¿a ti qué?”
En ese momento al leer entendí que Jesús se había tomado mucho tiempo en charlar con intimidad y amor a Pedro, pero el desestimó todo lo que el Maestro le dijo para solo preguntar por su hermano, y me vi reflejada en el discípulo de Jesús.
Cuando corremos la mirada de lo que realmente importa, empezamos a desviarnos, dejamos de ver con una visión clara, y otras cosas se ponen en primer lugar irrumpiendo la visión. Dejamos de lado las promesas que Jesús tiene para nosotros, dejamos esa relación íntima y amigable con Él para pasar a otro lugar. ¿Será acaso que no hemos comprendido que Dios tiene una intimidad muy personal con cada uno de sus hijos?
¿A ti qué te importa si la gente tiene o no tiene una relación personal conmigo? ¡Sígueme tú, Mariángeles!
Terminé ese día comprendiendo que no soy quien para involucrarme en la relación del Padre con sus hijos, que no soy quién para juzgar a mi hermano o tratar de visibilizarlo, porque es Jesús quien tiene la autoridad para hacerlo, y desde ese día decidí caminar con mi amigo, hablando y oyendo lo que Él tiene para mí.
“Señor Jesús, gracias por cada palabra, cada promesa, cada revelación y visión que nos has regalado. Gracias por tener esa relación tan amorosa con cada uno de tus hijos. Ayúdame a poner mí mirada en ti, en lo que has dicho que sería y perdóname por mirar a mi hermano cuando no es lo que me pediste. Ayúdame a amarlo y considerarlo de gran estima como Tú lo haces conmigo”.