Creemos en lo espontáneo, lo visceral, lo “del corazón”. Sin embargo, lo que Jesús nos propone es más cerebral, más “matemático”, más calculado. Una decisión pensada y tomada de antemano. Una resolución. Como la que Pablo tomó cuando dijo: “Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aún yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos.” (2 Co. 12:15).
Los ejemplos que Jesús nos da tienen que ver con cuánto de mí y con quién me es necesario para responder su llamado a ser discípulos suyos, que es su idea matriz en la gran comisión. Ni simpatizantes, ni oidores. Ni ministros u obreros. Discípulos, aprendices. Para ser y hacer como Él.
Renunciar no es dejar de lado ni despreciar nuestra familia, bienes y nuestra propia vida. Es darle a Dios el primer lugar para ser un mejor esposo y padre y administrar de mejor manera nuestros bienes y a nosotros mismos. Según el gobierno de Dios.
Y no es hacerlo solos. Es estar bien relacionados, con compromiso y corazones abiertos, según Efesios 6:16: “De quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor”. Entonces es “¿cuánto de mi”? y “¿con quién/es? De la respuesta que demos a esto y de las acciones que tomemos en consecuencia, dependerá la eficiencia que tengamos en responder al llamado de Jesús.
“Señor, ayúdame a tomar las mejores decisiones, siempre con sabiduría proveniente de ti. Te doy todo de mí, quiero ser tu discípulo.