A todos, absolutamente todos, en algún momento de la vida, ya sea por frustración propia o por dichos de terceros, nos hemos sentido inútiles, buenos para nada, sin talento. Y alguna vez lo hemos creído y con eso nos hemos justificado al no alcanzar algún objetivo, o no haber aprovechado del todo alguna oportunidad.
Al comprar el versito de “no sirvo para nada” nos ubicamos en una posición de fracaso cómodo, de inoperancia justificada. Al hacer esto nos habilitamos a perder, a retroceder, a morir lentamente. ¡Y no hay nada más lejano al pensamiento de Dios para con nosotros!
Dios nos ha regalado talentos, habilidades, capacidades distintas a cada uno para que podamos desarrollarnos dentro del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, pero también en el mundo, en la sociedad en la que vivimos.
El enemigo taladra muchas veces nuestra mente con pensamientos derrotistas en búsqueda de que descuidemos esos dones que se nos han entregado y que es nuestra responsabilidad desarrollarlos.
No creamos la mentira de que somos inútiles, inservibles y que los talentos están solamente en los demás. Dios te regaló capacidad, te otorgó habilidades que deben ser puestas en marcha.
Quizá aún no has descubierto cuál es ese talento escondido dentro tuyo, pero eso no quiere decir que no esté allí. Pídele a Dios revelación en cuanto a tus talentos y el Señor irá mostrándotelos.
Cuando el pasaje habla de multiplicar los talentos nos exhorta a compartirlos, a transmitirlos, a sembrar un poco de esas habilidades en otros, enseñando, capacitando, formando a aquellos que tienen talentos similares, pero no adquirieron aún la experiencia que tú sí lograste. De la misma manera que otros, que han crecido más, te ayudarán en tu desarrollo.
“Señor, en el nombre de Jesús me acerco a tus pies pidiéndote revelación de los talentos que has depositado en mí. Quiero ser un siervo responsable, que administre estos talentos según tu voluntad para mi vida. Ayúdame a descubrirlos, a desarrollarlos y a multiplicarlos en otros.”