La verdad es que me cuesta responder de forma coherente cuando me preguntan cómo es posible que yo sea un científico cristiano. Y es que no es que yo sea un científico cristiano, sino que soy sencillamente, un cristiano que es científico y que participa de dos fuentes de conocimiento totalmente diferentes, la de la fe y la de la ciencia. Y aunque la sociedad actual está empeñada en que ambas están enfrentadas, en mi experiencia no es así, ya que tratan ámbitos diferentes, que son mucho más convergentes que divergentes. Como resultado de esto, mi fe no se fundamenta en la ciencia, pero tampoco encuentra en ella grandes escollos, y en caso de encontrar alguno, estos no generan en mí ninguna crisis de fe, sino una mayor curiosidad.
Una forma sencilla de explicarlo es la siguiente: tanto la Biblia como el conocimiento científico dan testimonio de la mano creadora de Dios y de su plan de salvación para nosotros. La Biblia lo hace enseñándonos que fue Dios quien creó el universo, y la ciencia brindándonos la forma y el tiempo en que todo sucedió. La ciencia experimental se mueve en las coordenadas de las leyes físicas, de lo tangible, mientras que la fe de la que trata la Bíblia se mueve en lo espiritual y lo eterno. Maravillosamente, ambas se complementan para darnos una visión completa del mundo físico y del espiritual.

Cada vez que me asomo al conocimiento que la ciencia nos brinda descubro una realidad majestuosa, compleja, imbricada y perfecta que me da testimonio de una inteligencia creadora. Cada vez que me sumerjo en el mundo subcelular y molecular éste despierta en mí el mismo asombro que un campo de estrellas en una noche despejada. Algo en mí se estremece. Pero no son las constantes indicaciones del diseño del universo las que me llevaron y llevan a Cristo, sino el conocimiento de la persona de Cristo a través de la labor del Espíritu Santo. Es allí, en lo sobrenatural, donde mi alma se regocija y me siento en casa. Es esta revelación la que me acerca a Dios, y la ciencia es el instrumento con que desarrollo mi intelecto, mis ansias de conocimiento y quien me revela la perfección delirante de la creación de Dios.
Creo firmemente que cuando negamos la ciencia renunciamos a entender en su totalidad el poder creativo de Dios y que cuando tildamos como sucio e inmundo el conocimiento científico en cierta forma despreciamos la labor de sus manos. A veces nuestra estrechez de mente y nuestro miedo a ser retados intelectualmente, nos empujan incluso a demonizar la ciencia y a culpar a la clase científica de querer destruir la imagen de Dios. Esto no es cierto, el cometido de la ciencia es el del conocimiento, y no negar la existencia de Dios. Y alguno de los que lo ha esgrimido la ciencia como contrapuesta de Dios ha terminado, como Stephen Hawking, retratados.
Muchos me preguntan cómo afronto yo entonces los aspectos en que la Biblia y la ciencia parecen contradecirse, tales como el origen del universo o la evolución. He aprendido a aceptar el hecho de que no lo puedo saber todo. Como todos, tengo un entendimiento limitado e intentar saberlo todo no es parte de mi propósito. Precisamente desprenderme de ese rol, me da esa libertad que necesito para sumergirme sin miedo ni prejuicios en cualquier dimensión del conocimiento.
Hay muchos aspectos que la Teología y la Ciencia no han resuelto, dentro incluso de sus ámbitos, la ciencia sobre lo tangible y la Teología sobre lo espiritual. Esta falta de respuestas se acentúa más aún cuando buscamos respuestas científicas en la Biblia o espirituales en la investigación científica, ya que la Biblia no es un tratado de ciencia y la investigación científica no se mueve en los parámetros de lo espiritual.
Mi forma de pensar no debiera de resultar chocante, no soy sin duda el primer científico cristiano, muchos más ilustres que yo me han precedido. Ni siquiera soy el primer “Daniel” al que Dios le reveló las ciencias y sus caminos. Eso sí, desearía que mis palabras sirvieran para que alguno replantease su postura y se asomase de una forma más franca al mundo de la fe y de la ciencia.