La guerra es mala. Es fea. Es sucia. Por donde se la mire, podríamos abundar en calificativos negativos y utilizar términos de todo tipo para adjetivar algo tan horrendo como lo que sucede en un campo de batalla.
Personas que ni se conocen, que no han tenido nada en común, pero tampoco nada que los haga enemistar, de pronto, se enfrentan en un conflicto bélico. La orden es matar al que tiene la casaca de otro color. No importa si es una buena persona, un padre de familia o un exitoso deportista. Hay que apagarlo. Eso ordenan desde una oficina unos pocos jerarcas trajeados y encorbatados. Nunca mejor ejemplificado eso de que “el hábito no hace al monje”.
En esta guerra en particular, que nos tiene en vilo y nos ha convertido en expertos en geopolítica, se habla de invasores e invadidos. De fuerzas desiguales. De favoritismo por los más débiles a los que, paradójicamente, han dejado solos, librados a su suerte. Del encono hacia los invasores a quienes, paradójicamente también, se los quiere tener de socios en los negocios vernáculos. De organismos que, nada tienen que ver con la política, pero que toman medidas basadas en su simpatía y/o antipatía hacia los países en guerra.
Y en el medio… la iglesia
El faro del mundo, que debiera proporcionar luz en momentos de tanta oscuridad moral, a veces, produce cierta neblina que hace que esa luz se vea difusa y en vez de alumbrar, causa molestia. Las redes sociales convirtieron la guerra en una especie de clásico futbolero donde hay quienes alientan a un equipo y quienes alientan al rival. Se olvidan que en el medio muere gente. Mueren niños, mujeres, hombres que nada tienen que ver con este conflicto pero, pasaban por allí y les cayó un misil. ¡Mueren personas y a veces, los mismos cristianos nos prestamos al juego de estar con uno u otro país en conflicto! ¡Como si nuestra opinión interesara! Los perfiles de los cristianos se llenan de banderas de Ucrania pidiendo oración por ese país. ¿Acaso los rusos no mueren? ¿Acaso Rusia no merece tener la misma paz y conocer al mismo Dios de paz al que le pedimos por Ucrania? ¿No merecen nuestras oraciones? Y esto no significa estar a favor de Rusia, sino a favor de la vida, sea cual fuere su nacionalidad. ¿Hasta dónde llegamos que nos mimetizamos con el mundo que no conoce a Dios y nos convertimos en partidarios de uno u otro país en conflicto, como si decidiésemos nosotros, detrás de un teclado y un monitor, quién es el bueno y quién es el malo en esta película?
Mientras reflexiono sobre esto, me llega un reporte de Conexión Oriental, una especie de agencia noticiosa que cuenta el accionar de la iglesia en países hostiles al evangelio. En este caso, reporta que “en una ciudad muy devastada por la guerra, hay una hermana (a la que, por razones de seguridad, se le omitió el nombre) que está con un grupo de cristianos en un sótano, recibiendo a familias enteras, desesperadas, huyendo de las balas y los misiles. En su mayoría, personas no creyentes, no conocedoras de Dios. Esta mujer cuenta que el sótano está repleto y que la gente lee la Biblia a la luz de las linternas. Muchas de esas personas se han arrepentido de sus pecados y aceptaron a Jesús como Salvador. La comunicación es bastante dificultosa y se les complica coordinar acciones para una eventual evacuación, por lo que pide oración porque la protección de Dios esté sobre sus vidas y sobre los refugiados”.
Elijamos qué iglesia queremos ser en medio de este conflicto. Si aquella que toma partido por uno u otro país, dándole mayor preponderancia a la ideología o simpatía política, o aquella que, sin las comodidades que gozamos quienes tenemos libertad de ejercer nuestro culto, cumple con la Gran Comisión aún a riesgo de sus propias vidas.